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“El objetivo del arte es representar no la apariencia externa de las cosas,
sino su significado interior.”
Aristóteles
Presenciar una obra de arte en la sala de algún museo o galería, en alguna calle o en cualquier
espacio dispuesto para celebrar la creación humana, nos produce una serie de experiencias que
nos recuerdan quiénes somos y de qué estamos hechos.
Pareciera que esa obra estuvo siempre ahí, nacida de la genialidad de su creador, tan clara y
simple en sus formas, tan compleja en sus significados, tan presente y consistente que no
pareciera provenir de un áspero camino andado. En efecto, entablamos un diálogo con el
resultado final, mas no siempre con el duro sendero. Simplemente, llegó. Sin embargo, hay un
suceso tan valioso como la cristalización de los encuentros sagrados con el arte: el surgimiento
de un artista.
La obra de Raymundo González, Mar León, Víctor Fernando García Sánchez, Juan Carlos
García Rojas, Filogonio García Calixto, Julio Alba, David Granados Palafox y Miguel Muñoz, se
gesta en el esfuerzo, en el intelecto, en el trabajo; se hace visible únicamente a medida que
recoge su ofrenda de cansancio, se concede sólo en el movimiento. Obras nacientes en
atmósferas y texturas quedarán como registro de la sed de creación, de la necesidad de construir
consciencia y mensaje; son el relato plástico de historias que se abren paso entre las sombras de
un camino que sólo puede peregrinarse mediante la entrega sin reservas.
La obra que mira la luz es humilde victoria y espejo que nos reencuentra con lo más profundo
de nuestro propio vacío, uno que puede reconfortarnos o aterrorizarnos, uno que de la nada
aparente nos recuerda cuán vulnerables podemos llegar a ser y que, al mismo tiempo nos regala
un reflejo de nuestras virtudes.
Laura Edith Barrera