Page 8 - La máquina diferencial
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Vestía con elegancia, tenía dinero y era generoso con él, y todavía estaba por solicitar
           algún  servicio  peculiar  o  bestial.  Sabía  que  aquello  no  duraría,  pues  Mick  era  un
           caballero de visita procedente de Manchester y no tardaría en marcharse. Pero todavía

           podía sacarle bastante, y quizá un poco más cuando la dejara, si lo hacía sentir mal
           por el abandono.
               Mick se reclinó sobre las gruesas almohadas de plumas y deslizó sus dedos con

           manicura por detrás del pelo engominado y rizado. Una camisa de noche cuajada de
           encajes por todo el pecho: solo lo mejor para Mick. Parecía tener ganas de hablar. Los
           hombres no solían tardar en hacerlo después de un tiempo, en especial acerca de sus

           esposas.
               Pero el dandi Mick siempre hablaba de política.
               —¿Entonces odias a sus señorías, Sybil?

               —¿Y por qué no? —respondió ella—. Tengo mis razones.
               —Eso parece —dijo él lentamente, y la mirada de fría superioridad que le lanzó

           entonces provocó en Sybil un escalofrío.
               —¿A qué te refieres con eso, Mick?
               —A que conozco tus razones para odiar al Gobierno. Conozco tu número.
               Primero la invadió la sorpresa, después el miedo. Se sentó en la cama. Su boca se

           vio invadida por el regusto del hierro frío.
               —Llevas  tu  tarjeta  en  el  bolso  —dijo  él—.  Llevé  el  número  a  un  curioso

           magistrado  al  que  conozco,  que  me  hizo  el  favor  de  pasarlo  por  una  máquina
           gubernamental. Luego imprimió tu archivo de Bow Street, ratatatatá, como si nada.
           —Sonrió—. Así que lo sé todo sobre ti, chica. Sé quién eres...
               Ella intentó hacerse la dura.

               —¿Y quién soy entonces, señor Radley?
               —No  eres  Sybil  Jones,  cariño.  Eres  Sybil  Gerard,  hija  de  Walter  Gerard,  el

           agitador ludita.
               Aquel hombre había violado su pasado oculto.
               Máquinas que zumbaban en algún sitio y que escupían historias.
               Mick  la  miraba  a  la  cara  y  sonreía  ante  lo  que  allí  veía.  Sybil  reconoció  una

           expresión que ya había contemplado antes, en Laurent’s, la primera vez que la vio en
           el salón atestado. Una expresión hambrienta.

               La voz de Sybil temblaba.
               —¿Desde cuándo sabes esas cosas sobre mí?
               —Desde  nuestra  segunda  noche.  Ya  sabes  que  viajo  con  el  general.  Como

           cualquier hombre importante, tiene enemigos. Como su secretario y ayudante, no me
           arriesgo  nunca  con  los  extraños.  —Mick  puso  una  mano  diestra  y  cruel  sobre  el
           hombro de ella—. Podías ser el agente de alguien. Fue una cuestión profesional.

               Sybil se encogió y se apartó de él.




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