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Cuentos
inscribía a cuanto grupo se organizaba tratando de ser parte de algo, pero siempre terminaba
en nada. Es en estas circunstancias que acepta conversar con los jóvenes líderes estudiantiles.
A pesar de su escaso conocimiento de las ideologías imperantes creía coincidir con alguna de
ellas, pues nada podría cambiar las cosas si no era con la trasformación radical mediante la
lucha armada, para escapar de la desesperanza y la marginación como había leído alguna vez.
Aunque la opción contraria, la pací�ica, era a la que aspiraba como recurso para modi�icar la
postración social, el uso de mecanismos menos cruentos. En realidad, la cobardía asomaba.
No se necesitaron en realidad de muchas formas de persuasión para que accediera
a asistir a las charlas y reuniones clandestinas, pues al fin y al cabo era lo único que tenía
por escoger. Al principio acudió indiferente y sin mucho ánimo. Luego empezó a prestar
atención al discurso y, finalmente, creyó estar entendiendo la esencia fundamental de la
ideología que absorbía aunque de manera no muy clara. De esta forma fue convenciéndose
y convenciendo a sus instructores de sus aprendizajes, motivo por el cual fue nombrado jefe
de una célula. Cuando a sus superiores les pareció que estaba suficientemente concientizado
le ordenaron su primera misión, la que se llevaría a cabo unos meses más tarde sin que le
precisen fecha, pero para la cual debía estar muy bien entrenado. Entonces, ya no fueron
solo horas y horas de lecturas doctrinarias, sino también extenuantes ejercicios físicos,
estrategias, tácticas de ataque, repliegue, defensa, uso de armas punzocortantes y de fuego.
Pronto se dio cuenta de que tenía una ligera predisposición a esa simulación de guerra y
muchas veces la intuición lo ayudaba a resolver las pruebas a las que era sometido, quizás
porque desde siempre tuvo que aprender a sobrevivir en la vida. Aunque, a pesar suyo,
estas agotadoras actividades clandestinas le restaban momentos de compañía al lado de su
madre Antonia y su hermana Patty a quienes amaba y extrañaba. Los tres vivían en la avenida
San Luis, en el mismo cuarto que, aunado a sus carencias, cada día lucía más descuidado, pues
no le quedaba tiempo para limpiarlo y ordenarlo luego de sus agotadoras prácticas. Menos
asistía al quiosco de su padre zapatero, quien los había abandonado por otra familia, pero que
no le negaba el derecho a ganarse unos soles como ayudante en el o�icio con el propósito de no
tener que mantenerlos.
Creía encontrar en estas infelices situaciones las razones su�icientes para abrigar
la imperiosa necesidad de que las cosas cambien y el triunfo del movimiento lo eleve a una
posición de privilegio en el futuro Nuevo Orden. Esta esperanza lo impulsaba a olvidar la
apatía para participar más activamente en las tareas del partido, en el sacri�icio por la nueva
causa y en la disciplina para ejecutar las órdenes. Pensaba que el triunfo permitiría alejar a
su madre de ese trajín madrugador al que se dedicaba para sobrevivir y que él saldría de las
sombras de la marginación para obtener el respeto tan ansiado. Por eso su ánimo aumentó en
un primer momento cuando recibió en un sobre sellado los datos de su misión porque sentía
76 que se materializaba el inicio de la nueva vida deseada, aunque después de unos segundos se
estremeció de pánico al entender que ya no serían maniobras simuladas sino acciones reales.
Así, postrado en su cama, rememorando lo sucedido en los últimos meses, se percató de
que había amanecido y que le faltaban dos días para el acontecimiento.
***
Todo el día miércoles estuvo en su habitación repasando una y otra vez el croquis con
las rutas de avanzada, despliegue, repliegue y las zonas de contención. Luego repetía en voz
alta cada paso que se iba a dar en la misión para asegurarse de que no tuviera algún error.
Impostaba la voz y se miraba en su pequeño espejo simulando gestos para demostrar aplomo
y �irmeza en las órdenes que iba a impartir. Por momentos, la imagen de su madre junto a su
hermana caminando bajo la garúa del amanecer aparecía como una dolorosa visión. Entonces
forzando su apatía se concentraba en preparar su mente y su cuerpo para que reaccionaran
instintivamente a las acciones del operativo. Se repetía los principios fundamentales del
movimiento y las bondades de su aporte como militante activo. Ahora no debía �laquear.
Tampoco claudicar. Sus líderes esperaban que actuara con �irmeza y actitud inquebrantable.
No debía fallar y entregaría su cuota de sangre si fuera necesario. Así pasó el día.