Page 164 - La máquina diferencial
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     Mallory  había  conocido  a  muchos  hombres  de  clase  alta  en  Londres,  pero
           «Dizzy»  Disraeli  era  el  londinense  de  los  londinenses.  Mallory  no  lo  respetaba
           mucho, pero sí que encontraba su compañía divertida. El personaje conocía, o fingía
           conocer, todas las intrigas que ocurrían en los Comunes entre bastidores; todas las
           riñas entre editores y sociedades científicas; todas las veladas y martes literarios de
           lady Tal y lady Cual. Tenía una forma artera de referirse a estas informaciones que
           resultaba casi mágica.
               Pero Mallory sabía que a Disraeli, de hecho, lo habían excluido de tres o cuatro
           clubes de caballeros, quizá porque, aunque agnóstico declarado y respetable, era de
           ascendencia judía. No obstante ello, los modos y maneras de aquel hombre dejaban,
           por alguna razón, la inquebrantable impresión de que cualquier londinense que no
           conociera  a  «Dizzy»  era  imbécil  o  estaba  moribundo.  Esta  característica  operaba
           como un aura mística, como un miasma que rodeaba a aquel hombre, y había veces
           en las que ni el propio Mallory podía evitar creerlo.
               Una sirvienta con cofia y delantal le abrió la puerta. Disraeli estaba despierto y
           desayunaba café negro y fuerte, acompañado por una fuente hedionda de caballa frita
           en ginebra. Lucía zapatillas, una bata turca y un fez de terciopelo con borla.
               —Buenos días, Mallory. Una mañana horrenda. Espantosa.
               —Lo es, sí.
               Disraeli se metió el último bocado de caballa en la boca y empezó a llenar la
           primera pipa del día.
               —La verdad es que usted es precisamente el tipo al que quería ver hoy, Mallory.
           ¿Tiene algo de chasqueador, de técnico experto?
               —¿Perdón?
               —Es ese maldito trasto nuevo. Lo compré el miércoles pasado. El dependiente
           juró  que  me  haría  la  vida  más  fácil.  —Disraeli  lo  llevó  hasta  su  despacho,  una
           habitación que recordaba al cuarto que tenía el señor Wakefield en la Oficina Central
           de Estadísticas, aunque en una escala mucho menos ambiciosa y repleta de restos de
           pipa,  revistas  morbosas  y  sándwiches  a  medio  comer.  El  suelo  estaba  atestado  de
           bloques tallados de corcho y montones de virutas de embalar.
               Mallory  comprobó  entonces  que  Disraeli  se  había  comprado  una  máquina
           mecanográfica Colt & Maxwell y que se las había arreglado para sacar el objeto del
           cajón de embalaje y colocarlo de pie sobre las patas curvadas de hierro. La rechoncha
           máquina apoyaba sobre los tableros manchados de roble, ante una silla de oficina.
               —A mí me parece que está bien —dijo Mallory—. ¿Cuál es el problema?
               —Bueno, sé darle al pedal y no manejo mal las manivelas —comentó Disraeli—.
           Sé hacer que la agujita mueva las letras que quiero. Pero no sale nada.
               Mallory abrió el costado de la cubierta y ensartó con facilidad la cinta perforada
           en las bobinas del engranaje. Luego comprobó la tolva de carga para ver si había
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