Page 112 - Lara Peinado, Federico - Leyendas de la antigua Mesopotamia. Dioses, héroes y seres fantásticos
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     que  no  sea  boj,  que  no  sea  ébano, que  no  sea  madera  de  árbol  de
     la  fresa, que  no  sea  madera  de gigirra, que  no  sea  madera  de  kidda,
     que  no  sea  madera  de  usanna,  que  no  sea  oro,  que  no  sea  cobre,
     que  no  sea buena plata  refinada, ni  plata blanca, que  no  sea  corna
     lina,  que  no  sea  lapislázuli!  Cuando  haya  cortado  el  cetro,  que  lo
     lleve, que  lo  coloque  en su  mano  como  si fuera  de  cornalina y  de
     lapislázuli y  que  el señor de  Kullab  me lo  traiga.»  ¡Vete y dile  esto!
       Después de haberle hablado así, el mensajero partió a Uruk, dan
     do  alabanzas  como  un potro  al  que ya no  le  puede  castigar el láti
     go.  Como  un  asno  salvaje  de  la  estepa,  galopando  sobre  el  suelo
     seco, dejó  huellas,  estuvo  todo  el  tiempo  levantando  la  nariz  hacia
     el  viento  como  una  oveja  lanuda  de  largos  mechones,  una  oveja
     que trota a su rebaño, deseosa de moverse entre las demás. En suma,
     el  mensajero  estaba  deseando  llegar  a  su  casa.
       Finalmente, puso  su  pie  sin  ningún  contratiempo  en  el enladri
     llado  de  Kullab. A  su  señor,  el  titular  de  Kullab, le  recitó  todo  lo
     que  le  había  dicho  el  señor  de Aratta, palabra  por palabra.
       Enmerkar  no  salía  de  su  asombro.  ¡Su  súbdito  de Aratta  quería
     tratarlo  de  igual  a  igual!  Aquella lejana  colonia, que  debía  su  exis
     tencia a Uruk, quería igualarse a la gran ciudad sumeria. ¡Era increí
     ble!  Por  ello, Enmerkar  no  dudó  en  acudir  al  dios  Enki,  titular  de
     la  sabiduría, y  dejarse  aconsejar por  él.
       Enki  prestó  comprensión  a  Enmerkar. Y  el  señor  de  Kullab,
     según las  augustas  indicaciones  recibidas  del  dios, dio  las  pertinen
     tes  instrucciones. El rey, a  continuación, escogió  de  entre  sus  obje
     tos  mágicos  un  amuleto  de  piedra.  Lo  tomó  en  la  mano, lo  exa
     minó  atentamente, mordió  en  la  piedra  como  en  una  hierba, y  lo
     aplicó  a  una  caña  sushima. A  tal  caña  reluciente  la  hizo  pasar, gra
     cias  a  aquel  acto, «de  la luz  a la  sombra» y  «de  la  sombra  a  la luz».
       Después  de  que  hubieran pasado  cinco  o  diez  años, el señor de
    Kullab  cortó  la  caña  reluciente  con  un  hacha  purificada. El  señor
    la miró dichoso, sobre su raíz vertió aceite de junípero, aceite extraí
    do  de  las  cimas  de  las  montañas. En  las  manos  del  mensajero  que
    se  iba  al País Alto puso  el  cetro. Por todo  mensaje, esta vez le  con
    fió  sólo  el  cetro.  No  le  dijo  ni  una  sola palabra.
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