Page 15 - Comunidades 4
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 El personaje que narra la historia de doña Caytana es un niño de 7 años, de tez blanca, huérfano de madre. Este llega al pueblo de San Juan (Ayacucho) con su padre, un juez provincial casado con la señora más notable del lugar, lo que le da a la familia un estatus de privilegio. Los hechos coinciden con la biografía de Arguedas, lo que nos hace suponer que la experiencia vivida y contada es la suya.
En estas circunstancias el pequeño conoce a doña Caytana y queda embelesado de su infinita ternura. Así se inicia entre ellos un poderoso lazo de cariño, amistad y correspondencia. Él encuentra en ella y, en sus detalles de flores y postres, el amor de su madre ausente y ella, un poco de consuelo por el sufrimiento indescriptible de haber perdido diez años atrás a su Felisha, su amado primogénito, el músico, el flautista de San Juan. Fue un día que llegaron los soldados a ese poblado a reclutar a los jóvenes, de forma abusiva, para que cumplan con el servicio militar. Ingresaron a la casa de doña Caytana, sacaron a su hijo de la cama y se lo llevaron. Al poner resistencia, el adolescente fue duramente golpeado y llevado a la cárcel del pueblo.
Ni el llanto desgarrador, ni las súplicas de su madre, hasta ver el amanecer, pudieron evitar el triste desenlace. Para evadir el escándalo, los soldados sacaron a Felischa del calabozo y lo escondieron en otro lado. Luego, hicieron ingresar a su mamita, según ellos para que “vea a su hijo”. La infortunada mujer corrió a buscar en la oscuridad el calor de su ser amado y solo encontró un frío y profundo vacío. Mientras, detrás de ella, ponían llave a la puerta y, al compás de una corneta, los reclutados con las manos amarradas a las espaldas, tristes e invadidos por un gélido miedo abandonaban a la fuerza el terruño que los vio crecer.
En un acto de compasión, el cura del pueblo fue hasta la cárcel a donde había sido llevada con engaños doña Caytana. Por un momento ella debió llenarse de esperanza al creer que la ayudaría a recuperar a su Felisha, como una retribución a su devoción, a sus servicios como cocinera fiel de todos los curas que desfilaban por la iglesia, sin cobrarles absolutamente nada porque, según ella, “para Dios había cocinado”. Entonces, se lanzó a besar los zapatos del cura, e implorarle que interceda. Lejos de eso, recibió como palabras de consuelo que servir al país era como servir a dios. No es difícil imaginar lo desgarradora de esta escena.
Más adelante, cuando muere en servicio, la alienta diciéndole que debería estar feliz porque formaría parte del coro de dios en el cielo.
Doña Caytana, aparentemente lo creyó. Continuó con su vida, querida por todos, pulcra y dulce, preparando con fanatismo los alimentos de los sacerdotes, cosiendo y remendando, rezando el rosario y cuidando a su perro, como única compañía. Hasta que apareció el niño blanco, hermoso a sus ojos, y su vida dio otro rumbo. La correspondencia del cariño fue recíproca, sus encuentros eran tiernos como el pan de cada día, pero un día algo inesperado sucedió. El cariño maternal dio paso a la adoración insana y desmedida, al punto que creyó ver en él una extraña santidad. Cuando esa exaltación de su espíritu asustó al pequeño se desató al fin la locura que había estado pertrechada en algún rincón muy oculto de su mente y su corazón.
En pocas horas, doña Caytana se enajenó por completo. La mujer amorosa y solícita, la dulce mamita, se convirtió en un ser agresivo y repulsivo que inspiraba miedo en el niño, pero también una dolorosa compasión. Totalmente irreconocible, ebria de licor y dolor, en sus alucinaciones se le dio por ver al mismo diablo en quien horas antes era su consentido. El impacto para él fue aterrador.
Me pregunto si, finalmente, doña Caytana enloqueció de tanto padecimiento o fue una venganza soterrada, disfrazada de locura que la hizo blasfemar y escupir su odio en la plaza del pueblo desde donde partió para siempre su Felisha. Harta de la sumisión y con un resentimiento acumulado en su corazón hacia sus opresores, sintió librarse al fin del recuerdo sumiso ante la infamia y prefirió, tal vez, ser en adelante, la loca del pueblo y arremeter contra un niño que no era el suyo.
El desenlace se da cuando el padre decide llevar a su acongojado hijo, lejos del pueblo, junto con el perrito de doña Caytana, quien también fue víctima de sus ataques. Cada uno tomó su rumbo. Ella quedó sola con su locura, deambulando por las calles, arrastrando su rabia y dolor. El niño, con su vida marcada para siempre, dispuesto, sin saberlo por aquel entonces, a ser la voz de otras Caytanas que fueron apareciendo en su camino.
Así fue que con los años fui encontrando en este personaje a otras mujeres a quienes les arrebataron su inocencia, sus hijos, sus maridos y sus padres. Su locura me sitúa en el mundo que el tayta Arguedas quiso dar a conocer como una denuncia de la injusticia y el oprobio en el que, en otras versiones, aún viven muchos de nuestros hermanos y hermanas. Por ello, la locura no me es ajena.
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