Page 63 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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respirar. La chica se está poniendo azul, pero siguen con el boca a boca y con
la reanimación cardiopulmonar y al final vuelve en sí. Llevan a Jacova al
hospital en Watsonville y los doctores dicen que está bien, pero de todos
modos la tienen allí unos días, por si acaso.
—Se ahogó —digo, mirando fijamente mi propia bebida. No le he dado ni
un sorbo. A la botella se aferran gotas de condensación que brillan como
diamantes.
—Técnicamente, sí. No estaba respirando. Se le había parado el corazón.
Pero esa no es la parte chunga. Mientras está en Watsonville no para de
contarle a su madre no sé qué historia demente sobre sirenas y monstruos
marinos y demonios, sobre cosas que trataban de arrastrarla al fondo del mar
y ahogarla, que no fue una corriente. Está aterrorizada, convencida de que
siguen tras ella, esos monstruos. Su madre quiere llamar a un loquero, pero su
padre dice que no, que una mierda, que la chica ha tenido un mal susto, pero
que se pondrá bien. Entonces, durante la segunda noche de hospital, aparecen
muertas dos enfermeras. Un conserje las encontró en un armario justo en el
pasillo de la habitación de Jacova. Y no te vas a creer lo que viene a
continuación, pero he visto los certificados de defunción y el informe de la
autopsia y te juro por Dios que es la pura verdad.
Venga lo que venga ahora no quiero oírlo. Sé que no necesito oírlo. Giro
la cabeza y veo un velero en la bahía, meciéndose arriba y abajo como un
juguete.
—Se habían ahogado, las dos. Tenían los pulmones llenos de agua salada.
Estaban a ocho kilómetros del puñetero océano y aquellas dos mujeres se
ahogaron, allí mismo, en un armario escobero.
—¿Y lo vas a contar en tu libro? —le pregunto, sin apartar la mirada de la
bahía y del pequeño barco.
—Y tanto que sí —responde—. Claro que lo voy a contar. Ocurrió, tío, tal
como he dicho, y puedo probarlo, joder.
Cierro los ojos, para aislarme del brillante y deslumbrante día, y pienso
que ojalá no hubiera accedido nunca a verme con él.
—Allí abajo —susurra Jacova— no conocerás más que paz, en sus
mansiones, en la noche infinita de sus espirales.
«No tendríamos frío bajo la tormenta.
En nuestro pequeño escondite bajo las olas».
Cierro los ojos. Ay, dios, he cerrado los ojos.
Me envuelve vigorosamente con sus brazos fuertes y bronceados y me
hunde hacia el fondo, hacia el fondo, como el cuerpo sin vida de un niño
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