Page 70 - Ominosus: una recopilación lovecraftiana
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fango sanguinolento de las paredes de los túneles de una espalda de ancho,
con bayonetas y cuchillos. En retrospectiva, aquellos días carecían de sentido:
el rugido de los morteros, las fumarolas fruto de novas incendiarias que
arrasaban los fosos y devoraban el mundo; los desesperados vagidos de los
animales aterrorizados y los muchachos con sus uniformes cubiertos de barro,
semejantes sus cascos ennegrecidos a ollas de carnicero vueltas del revés para
mantener los sesos en su sitio hasta que llegara el carmesí y abrasador
momento de dejar que se desparramaran.
En el exterior lo recibieron el frío y la humedad. La claridad debía abrirse
paso a través del filtro de la arboleda. La bruma que rezumaba de la tierra
negra se elevaba en columnas arremolinadas entre los arbustos y las ramas, de
las que colgaba en jirones como vaporosos restos de hielo seco. Los hombres
comenzaban a deambular de aquí para allá, sus abrigos de cambray y sus
gorros de lana sombras informes en el albedo incipiente. Mientras se sacudía
de encima con un escalofrío aquel primer abrazo viscoso de niebla matinal,
las mazas empezaron a incrustar estacas y grapas en los troncos desbastados
que ribeteaban el campamento. De las profundidades del bosque llegó el
tañido de las hachas que repicaban contra cortezas recias como el metal. La
cuadrilla de arrieros estaba tendiendo cables desde la mole de hierro del
motor auxiliar. Los muchachos los sujetaron a los arneses de un tiro de seis
bueyes y se adentraron con los animales, entre pitos y voces, en la bruma que
engullía la vía de arrastre, un camino de troncos cuya trayectoria, recta como
una flecha, discurría entre los mondadientes y la maleza en su inexorable
ascenso por el flanco de la montaña, donde los inmensos fustes aguardaban
maduros el momento de su ejecución.
—¡Miller! —McGrath, el capataz, lo llamó por señas al socaire del
almacén de la empresa.
McGrath era uno de esos veteranos que rondan por todos los
campamentos madereros del mundo: entrecano, nervudo y de natural
desabrido; tan atento como un mirlo e igual de engañosamente risueño. Era el
capataz del superintendente Barrett, el portavoz y ejecutor de su autoridad. El
tabaco de mascar le teñía las comisuras de los labios. Las venas formaban
crestas y valles en su frente, en su cuello y en el dorso de sus manos
correosas. Eran muchos los hombres que le profesaban animadversión,
cuando no directamente odio descarnado. Pero tal es la inevitable relación
entre la mano de obra y quienes supervisan su trabajo, desde la construcción
de las pirámides.
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