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de Eddie y las firmas de los Perdedores inscritas en él. Después se lanzó al
                interior del Ford, por el lado del pasajero. Se tumbó en la mugrienta alfombra del
                suelo haciéndose tan pequeña como pudo. Allí hacía un calor espantoso; había un
                fuerte olor a polvo, tapizado podrido y cagarrutas de rata. Tuvo que esforzarse
                para no estornudar o toser. Oyó las voces bajas de Belch y Victor que pasaban a
                poca. distancia, conversando. Luego desaparecieron.
                   Estornudó tres veces, rápidamente y en silencio, apretando los labios y
                tapándose la nariz.
                   Probablemente podría irse si andaba con cuidado. Lo mejor era pasarse al lado
                del conductor, escurrirse por el espacio libre y evaporarse. Pero el horror de verse
                casi descubierta la había dejado sin valor, al menos por el momento. Se sentía
                más segura allí, en el Ford. Además, ahora que Victor y Belch no estaban, los
                otros dos también se irían pronto. Entonces ella podría volver al club. Había
                perdido todo interés en practicar con el tirachinas.
                   Además, tenías ganas de orinar.
                   "Vamos, daos prisa, íros de una vez, por favor..."
                   Un instante después oyó el aullido de Patrick.
                   --¡Uno ochenta! -vociferó Henry-. ¡Un auténtico lanzallamas! ¡Lo juro!
                   Luego, silencio por un rato. El sudor corría por la espalda de la chica. El sol
                entraba por el parabrisas resquebrajado y le calentaba el cuello. Su vejiga estaba
                tensa.
                   Henry gritó con tanta potencia que Beverly se sobresaltó:
                   --¡No seas gilipollas, Hockstetter! ¡Me has quemado el culo! ¿Qué estás
                haciendo con ese encendedor?
                   --Tres metros -informó Patrick, con una risita aguda, cuyo solo sonido inspiró a
                Bev un asco frío, como si hubiese visto una oruga en su ensalada-. Tres metros,
                Henry. Azul intenso. Tres metros, por lo menos. ¡Lo juro!
                   --Dame eso -gruñó Henry.
                   "Vamos, estúpidos, íros, íros..."
                   Cuando Patrick volvió, a hablar, su voz sonó tan baja que Bev apenas consiguió
                oírla. Si hubiese habido la más leve brisa, el sonido no le habría llegado.
                   --Quiero enseñarte algo -dijo.
                   --¿Qué coño dices?
                   --Es algo bueno -Insistió Patrick.
                   --¿Qué es?
                   Entonces se hizo el silencio.
                   "No quiero mirar. No quiero ver lo que están haciendo. Además podrían verme,
                seguramente me verán, porque hoy ya he gastado toda mi buena suerte."
                   Pero la curiosidad se impuso a la prudencia. Había algo extraño en ese silencio,
                algo atemorizante. Ella levantó la cabeza, centímetro a centímetro, hasta mirar por
                el parabrisas nublado y roto. No había peligro de que la viesen, porque los dos
                chicos estaban concentrados en lo que Patrick decía. Ella no entendía lo que
                estaba viendo, pero adivinó que era algo horrible. Claro que no cabía esperar otra
                cosa de ese Patrick, tan chiflado.
                   Tenía una mano entre los muslos dé Henry y la otra entre los suyos. Con una
                masajeaba la "cosa" de Henry y con la otra, la suya. Pero no era exactamente
                masajear... La estrujaba; tiraba de ella y la dejaba volver a caer.
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