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--Ba-ba-baja, He-Henry -invitó Bill, simpático-. ¿A q-q-qué espesperas?
--Claro -gorjeó Richie-. ¿No te gusta pegarles a los más pequeños? Baja, Henry.
--Estamos esperando, Henry -agregó Bev dulcemente-. No creo que te guste
cuando llegues abajo, pero si quieres, baja.
--A menos que seas un gallina -agregó Ben. Y empezó a cloquear.
Richie lo imitó. Un momento después, todos cloqueaban. Aquel cacareo burlón
reberveró entre las paredes húmedas y chorreantes. Henry los miraba con la
navaja aferrada en la mano izquierda y la cara empalidecida. Aguantó unos treinta
segundos y volvió a subir. Los Perdedores lo despidieron con silbidos e insultos.
--B-b-bueno -dijo Bill, en voz baja-. Va-vamos P-por e-e-esa tu-tutubería.
--¿Por qué? -preguntó Beverly.
Bill se ahorró el esfuerzo de explicárselo porque Henry reapareció en el borde
del cilindro y dejó caer una piedra del tamaño de un balón de fútbol. Beverly soltó
un alarido y Stan empujó a Eddie contra el muro circular con un grito ahogado. La
roca golpeó contra la herrumbrada maquinaria produciendo un sonido musical.
Rebotó a la izquierda y chocó contra el muro de cemento, pasando a un palmo de
Eddie. Un fragmento de cemento se le clavó dolorosamente en la mejilla. Por fin,
la piedra cayó en el agua con un chapoteo.
--¡Rá-rá-rápido! -gritó Bill, y todos se arracimaron contra la tubería. Medía un
metro y medio de diámetro, aproximadamente. Bill hizo que todos entraran uno a
uno (una vaga imagen circense: todos los payasos amontonados en un coche
pequeñito, pasó por su conciencia en un destello meteórico; años más tarde
usaría esa misma imagen en un libro titulado "Los rápidos negros"). Fue el último
en subir después de haber esquivado otra piedra. Ante la vista del grupo cayeron
más proyectiles que rebotaron contra la bomba en ángulos extraños.
Cuando las piedras dejaron de caer, Bill miró hacia fuera y vio que Henry bajaba
otra vez por la escalerilla a toda prisa.
--¡Cogedlo! -gritó a los otros.
Richie, Ben y Mike asomaron tras él. Richie saltó a buena altura y sujetó a Henry
por el tobillo. Éste, soltando una maldición, sacudió la pierna como si tratase de
librarse de un cachorro juguetón. Richie se cogió de un peldaño para subir un
poco más y logró morder el tobillo de Henry. El otro dio un grito y subió deprisa.
Uno de sus zapatos cayó al agua, hundiéndose en el acto.
--¡Me ha mordido! -gritaba Henry-. ¡Ese malnacido me ha mordido!
--Sí, y para tu suerte en primavera me dieron la antitetánica -contestó Richie.
--¡Aplastadlos! -ordenó Henry, delirante-. ¡Hacedlos puré, aplastadles los sesos!
Volaron más piedras. Los chicos retrocedieron velozmente hacia la tubería. Mike
recibió un cascote en el brazo y se lo apretó con fuerza haciendo una mueca de
dolor hasta que el ardor fue cediendo.
--Estamos empatados -observó Ben-. Ellos no pueden bajar y nosotros no
podemos subir.
--E-e-es que no deb-debemos subir -apuntó Bill, en voz baja- y todos lo sabéis.
S-s-s-se su-su-supone que no sald-d-dremos de a-a-aquí.
Todos lo miraron, temerosos. Nadie dijo nada.
La voz de Henry, disfrazando la ira de burla, exclamó:
--¡Podemos esperar todo el día, niñatos!