Page 105 - El niño con el pijama de rayas
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encontrar a un amigo como Bruno.
        No tardaron mucho en llegar a donde iban.
        Bruno abrió bien los ojos, dispuesto a maravillarse ante las cosas que vería.
      Había  imaginado  que  en  las  cabañas  vivían  familias  felices,  algunas  de  las
      cuales, al anochecer, se sentarían fuera en mecedoras para contarse historias y
      comentar que todo era mejor antes, cuando ellos eran pequeños y tenían respeto
      por sus mayores, no como los niños de hoy en día. Pensaba que todos los niños y
      niñas que vivían allí estarían en diferentes grupos, jugando al tenis o al fútbol,
      brincando o trazando cuadrados en el suelo para jugar al tejo.
        Había  imaginado  que  habría  una  tienda  en  el  centro  y  quizá  una  pequeña
      cafetería como las de Berlín; y se había preguntado si habría un puesto de fruta y
      verdura.
        Pero resultó que todas las cosas que esperaba ver brillaban por su ausencia.
      No había personas adultas sentadas en mecedoras en los porches.
        Y los niños no jugaban en grupos.
        Tampoco había ningún puesto de fruta y verdura, ni ninguna cafetería como
      las de Berlín.
        Lo único que había era grupos de individuos sentados, con la mirada clavada
      en  el  suelo  y  expresiones  de  espantosa  tristeza;  todos  estaban  terriblemente
      delgados, tenían los ojos hundidos y llevaban la cabeza rapada, por lo que Bruno
      dedujo que allí también había habido una plaga de piojos.
        En una esquina vio a tres soldados que parecían estar al mando de unos veinte
      hombres;  les  estaban  gritando.  Algunos  hombres  habían  caído  de  rodillas  y
      permanecían en esa postura, protegiéndose la cabeza con las manos.
        En  otra  esquina  había  más  soldados,  riendo  y  manipulando  sus  fusiles,
      apuntando hacia un lado y otro pero sin disparar.
        De hecho, allá donde mirase, lo único que veía era dos clases de personas:
      alegres soldados uniformados que reían y gritaban, y personas cabizbajas con su
      pijama  de  rayas,  la  mayoría  con  la  mirada  perdida,  como  si  se  hubieran
      dormido con los ojos abiertos.
        —Me parece que esto no me gusta —declaró Bruno al cabo de un rato.
        —A mí tampoco —coincidió Shmuel.
        —Me parece que debería irme a casa —dijo Bruno. Shmuel se detuvo y miró
      fijamente a su amigo.
        —Pero ¿y mi padre? —preguntó—. Dijiste que me ayudarías a buscarlo.
        Bruno se lo pensó. Le había hecho una promesa a su amigo y él no era de los
      que faltan a su palabra, sobre todo tratándose de la última vez que iban a verse.
        —Está bien —dijo, aunque se sentía mucho más inseguro que antes—. Pero
      ¿dónde lo buscamos?
        —Dijiste  que  teníamos  que  encontrar  pistas  —le  recordó  Shmuel;  pensaba
      que Bruno era la única persona que podía ayudarlo.
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