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—¿Qué estancia? —preguntó con una especie de silbido de víbora.

                       —Estancia Los Ombúes —respondí con venenosa calma.
                       Después de una búsqueda falsamente alargada, tomó la carta en sus manos y

                    comenzó a examinarla como si la ofrecieran en venta y dudase de las ventajas de la
                    compra.
                       —Sólo tiene iniciales y dirección —dijo.

                       —¿Y eso?
                       —¿ Qué documentos tiene para probarme que es  la persona que  mandó la

                    carta?
                       —Tengo el  borrador —dije, mostrándolo. Lo tomó, lo miró y  me lo

                       devolvió.
                       —¿Y cómo sabemos que es el borrador de la carta?

                       —Es muy simple: abramos el sobre y lo podemos verificar.
                       La mujer dudó un instante, miró el sobre cerrado y luego me dijo:
                       —¿Y cómo vamos a abrir esta carta si no sabemos que es suya? Yo no puedo

                    hacer eso.
                       La gente  comenzó a protestar de nuevo. Yo  tenía ganas de hacer alguna

                    barbaridad.
                       —Ese documento no sirve —concluyó la arpía.

                       —¿Le parece que la cédula de identidad será suficiente? —pregunté con irónica
                    cortesía.

                       —¿La cédula de identidad?
                       Reflexionó, miró nuevamente el sobre y luego dictaminó:
                       —No, la  cédula  sola no, porque  acá sólo están las iniciales. Tendrá que

                    mostrarme también un certificado de domicilio. O si no la libreta de enrolamiento,
                    porque en la libreta figura el domicilio.

                       Reflexionó un instante más y agregó:
                       —Aunque  es difícil que usted no haya cambiado de casa desde los dieciocho
                    años. Así que casi seguramente va a necesitar también certificado de domicilio.

                       Una  furia  incontenible  estalló por fin en mí y sentí que alcanzaba también a
                    María y, lo que es más curioso, a Mimí.

                       —¡Mándela usted así y váyase al infierno! —le grité, mientras me iba.
                       Salí del correo  con un ánimo de mil diablos y hasta  pensé si, volviendo a la

                    ventanilla, podría incendiar de alguna manera el cesto de las cartas. ¿Pero cómo?
                                                                                      Ernesto Sábato  80
                                                                                              El tunel
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