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Los dioses luego hablaron con Nanaoatzin y le dijeron:
“¡Vamos, Nanaoatzin, prueba tú!”. Y como le hablaron los
dioses, se esforzó y, cerrando los ojos, arremetió y se echó
en el fuego; luego comenzó a retorcerse, como quien se asa.
Y como vio Tecuciztécatl que Nanaoatzin ardía, arremetió y
se metió en el fuego; y luego una águila entró en el fuego,
y también se quemó, y por eso tiene las plumas gruesas y
negras. Después entró un tigre; no se quemó, sino que se
chamuscó y por eso quedó manchado de negro y blanco.
Después de que ambos se quemaron, los dioses se sentaron a
esperar qué parte saldría de Nanaoatzin. Comenzó a ponerse
colorado el cielo, y apareció la luz del alba. Y dicen que
después de esto los dioses se hincaron de rodillas para ver de
dónde saldría Nanaoatzin convertido en sol; a todas partes
miraban. Algunos pensaron que saldría del norte, y otros, se
pusieron a mirar hacia el oriente; dijeron: “Aquí, de esta parte,
ha de salir el sol”. Y esas palabras se hicieron realidad. Dicen
que los que miraron hacia el oriente fueron Quetzalcóatl y
cuatro mujeres: Tiacapan, Teicu, Tlacoeoa, Xocóyotl.
Y cuando vino a salir el sol, pareció muy colorado;
parecía que se contoneaba; nadie lo podía mirar, porque
dejaba ciego a quien lo veía. Resplandecía y echaba rayos
de sí, que se derramaron por todas partes. Y después salió
la luna en la misma parte del oriente, a la par del sol; por la
orden que entraron en el fuego, por la misma salieron hechos
sol y luna. Y los que cuentan fábulas dicen que tenían igual
luz con que alumbran. Y los dioses vieron que igualmente
resplandecían, hablaron otra vez: “¡Oh, dioses! ¿Cómo será
esto? ¿Será bien que vayan ambos a la par? ¿Será bien que
igualmente alumbren?”. Y los dioses dijeron: “Sea de esta
manera: hágase de esta manera”; y luego uno de ellos fue
corriendo y le dio con un conejo en la cara a Tecuciztécatl;
se le oscureció la cara y se le quitó el resplandor.
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