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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
siglos, sólo formó parte del Imperio Otomano y lo que hoy era un territorio más o menos consolidado, durante mucho tiempo se redujo a tres provincias, con una enorme diversidad étnica. Por lo mismo, eran como tres naciones distintas, Bagdad, Basra y Mosul, y si Estados Unidos invadía ahora desmantelaría un ejército que mantenía una frágil unidad, pero que era la única institución capaz de conservar, sino la paz, al menos la ley y el orden. No sólo eso, terminaría con el reinado del hombre fuerte de la región, Sadam Hussein, quien, pese a todo, sostenía una férrea Pax Romana en esos crispados territorios, lo que hacía un poco menos inflamable al siempre ardiente Medio Oriente.
Un gran vacío de poder podría transformar a esa región en tierra de nadie, donde proliferara un terrorismo desatado, devastador y vengativo que tratara de gobernar en nombre del Islam más duro.
La intervención de su amigo Colin Powell, secretario de Estado, en el Consejo de Seguridad el 5 de febrero pasado, le dejaba un gusto amargo, porque revelaba que los diplomáticos norteamericanos, contra todos los argumentos, estaban a favor de la invasión de Irak, y que la presencia de Powell en el organismo tenía un solo objetivo: lograr el apoyo de la entidad para legitimar el ataque. De ahí que Powell se esmerara por exhibir fotos satelitales, grabaciones, e información de inteligencia sobre la culpabilidad de ese país. Cada vez que detenía su exposición para mostrar una diapositiva, se producía un silencio opresivo. Así y todo, tres poderosos miembros permanentes del Consejo, con derecho a voto y a veto, Francia, Rusia y China, rechazaban de plano la intervención, porque sostenían que las consecuencias de una guerra, aunque fuera para liberar y favorecer a ese país, serían horrorosas, como todas las guerras. Pero esa objeción poco le importó al Gobierno de Bush, porque siguió en su avanzada.
El tema era ya tan urgente, que trascendía las cuatro paredes de la sala del Consejo de Seguridad. El mundo estaba en vilo, porque se temía que una invasión en pleno corazón del Medio Oriente abriera una gigantesca caja de Pandora y estallara, en cuestión de días, una guerra mayor, como muchas veces ocurrió en la historia de la Humanidad. Toda la intervención del secretario de Estado era transmitida por la televisión y en el acto el planeta entero pareció detener la respiración por unos minutos. Nunca olvidaría la cara de rabia, incredulidad e impotencia de Hans Blix, el inspector responsable de verificar el desarme químico y biológico de Irak, quien tomaba notas aceleradamente.
Suspiró de manera profunda, como buscando un soporte, un descanso en su propio cuerpo. Le parecía que estaba a punto de estallar el infierno, tanto en su vida profesional como en la personal. Una sensación que, después de todo, le era familiar porque era el leitmotiv, la constante en su vida: la tremenda lucha entre el deber y el querer. Qué alivio sentía, por instantes, frente a la idea de renunciar al cargo y dedicarse a cuidar a su hijo, pero tampoco se atrevía a permitir que esa
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