Page 250 - NUEVE MUJERES, LIDERAZGOS QUE INSPIRAN
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Nueve Mujeres: Liderazgos que Inspiran
  DE LO ALTERNATIVO A
LO MAINSTREAM
Fue nombrado por el propio Stalin, literalmente, a “dedo”. Cuando leyó las listas de posibles candidatos a diplomáticos del Kremlin, se detuvo en un nombre que le gustó y dijo: “Gromyko es un buen apellido” y sin más, Andrei Gromyko era designado Jefe de Misión en Washington.
Increíblemente, el método funcionó: ese campesino, nacido en Bielorrusia, cerca de Minsk, a 10 años del asesinato del zar Nicolás II, se transformaba en el ministro de Relaciones Exteriores con más tiempo en el cargo, 25 años, hasta que lo destituyera el propio Mijaíl Gorbachov. Pero antes se desempeñó como embajador en el Reino Unido y Naciones Unidas; fue un importante consejero durante la Conferencia de Yalta y en la Crisis de los Misiles en Cuba y promovió, apasionadamente, lo que denominó la détente, un raro deshielo para eventualmente reducir la tensión entre Estados Unidos y la Unión Soviética que surgió hacia fines de la década de los 70, pero donde todos seguían produciendo armas en medio de las vociferantes manifestaciones de paz en el mundo entero.
Esa fría tarde del 28 de noviembre de 1979, Gromyko llegaba a Bonn rodeado de una paradojal aureola de pacifismo. El canciller alemán, Helmut Schmidt, lo esperaba sin grandes ilusiones, porque sabía que el encuentro precipitaría la ruptura. No eran precisamente amigos, pero tenían mucho en común: el Premier alemán siempre impulsó la amistad germano-ruso; militaba en la Social Democracia desde muy joven, la SPD, fundada como un partido obrero de ideología marxista, que con el tiempo se moderó. Además, Schmidt pertenecía a la rama de los “plebeyos” de su partido, más cercano al pueblo, a diferencia de lo que ocurría con Willy Brandt, su inmediato antecesor, a quien se le consideraba como un auténtico “aristócrata” del conglomerado.
El ministro de Relaciones Exteriores de la Unión Soviética llegaba alterado, molesto y entraba raudo al modernísimo salón forrado en paneles de madera, impregnados en el inconfundible olor a los cigarrillos mentolados que fumaba uno tras otro el canciller Schmidt y que lo hizo hasta su muerte. Tan disgustado
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