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Hojas







                                                          de                                Mario Martagón Conde








                                                          Papel





 Se levantó del suelo de su habitación con la misma paciencia con la que se vierte el azúcar en una taza de
 agua caliente, y se dispuso a concentrar sus energías en lo que parecía una tarea tan ardua y peligrosa como
 la misma batalla por la que se quitaron la vida bestia y hombre. Inició su pequeño ritual mañanero en el
 que repasaba cada hoja colocada en la pared, las quería, eran hojas de papel queridas por el simple hecho
 de querer, y qué amor tan ardiente puede ser, amor irracional. Las quería, se dedicaba a secarlas de la triste
 humedad que sucumbían las paredes de su cuarto, pues afuera llovía desde hacía una década, pero no le
 importaba, tenía su humilde colección de hojas de papel colgadas en las paredes de su cuarto y su esbel-
 to aliento con el que las perpetuaba en un humilde baño de sequedad. A veces se atrevía a pensar que las
 podría perjudicar, dejar su huella en ellas, y eso asustaba a su inocente ser, le daba pavor llegar a pensar
 que tales perfectos ejemplares de hojas, diseñados por cualquier persona habida o por haber (no era algo
 importante), podrían degenerar en cualquier otra cosa, pues por qué iba a ser mejor rellenar el vacío, un
 vacío que inspiraba tanto temor como ilusión. Quién no querría tener una colección de hojas de papel
 colgadas en sus paredes, piénsenlo, ¿acaso hay algo más perfecto que el fulgurante blanco sin teñir? no lo
 creo, un blanco que nubla la mente de posibilidades, un blanco que desatornilla lo que puede o no puede
 ser atornillado, es ese blanco el que teme y ama, tanto que no puede ni tocarlo, no puede ni acariciarlo
 con sus mejillas sonrojadas por los torpes golpes que recibía al tratar de levantarse, pues no podía usar sus
 manos. Llegado el momento se podría llegar a pensar que tal colección de hojas de papel no es algo bueno,
 no es algo tan perfecto como lo que parece, sino una asquerosa tortura, imagínense atrapados en un cuarto
 lleno de hojas de papel desnudas, sin tocar por nada ni por nadie, sin un rostro que mostrar más que el de
 la infinidad, una incontable cifra de posibilidades de figuras y deformaciones expresas en tan blancas hojas
 de papel y la imposibilidad de darles el rostro que uno ve y busca.





 Horrorosa tortura la que se describe en esta habitación, o hermosa escena la que se nos presenta en tal ha-
 bitáculo, quién sabe… quién puede siquiera fijar lo que es y lo que no es, yo desde luego no podría aguan-
 tar un día en tales condiciones, explotaría en esa singular camisa que lleva nuestro inquilino, quizá sea
 porque hace falta cordura para ignorarlo; quizá sea porque hace falta locura para aguantarlo…
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