Page 168 - Tito - El martirio de los judíos
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—¡Si querías vírgenes debiste cruzar las murallas con nosotros! ¡Todas
                éstas —señaló con el látigo a las mujeres acuclilladas— han conocido ya
                soldado romano!

                Tiró de la cuerda de Leda. Ella tropezó, y, antes de que cayera, la
                sostuve, pegándoseme mi cuerpo sudado al suyo, mis manos sobre sus
                pechos desnudos.

                —Pero puede que hayas elegido a la única a la que nuestros soldados no
                hayan poseído, ¡quién sabe! Siempre puedes imaginarte, caballero, que
                los dioses te han regalado un fruto todavía verde. ¡Por imaginar que no
                sea!


                Cortó de una estocada la cuerda que mantenía a Leda trabada de otras
                cautivas por el cuello.

                Sólo en ese momento me percaté de que Leda estaba asfixiándose con
                esa cuerda que se había tensado al permanecer las demás mujeres
                postradas, sin fuerza ni voluntad para incorporarse y evitar que la
                atadura les cortara la respiración.

                —Manda primero que la laven —soltó el centurión.


                Seguía manteniendo a Leda pegada a mí.

                Sufrí al separarme de ella y, tras retroceder un paso, deseé volverla a
                agarrar, cubrir sus pechos con mis manos.


                Llevaba tiempo sin tocar un cuerpo de mujer. La así por el brazo. La
                ayudé a caminar, ya que sus cadenas la tenían trabada.

                Mientras la guiaba, le susurré que la había visto tiempo atrás en
                Alejandría, en casa de su padre, Yohana ben Zacarías, quien me había
                suplicado que la buscara y salvara, y que no había perdido la esperanza
                de poder hacerlo durante los meses de asedio.


                Y ahora, gracias a Dios, aquí la tenía delante, y viva.


                Se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos. Me miró fijamente,
                expresando con tanta intensidad su odio y su desprecio que primero
                agaché la cabeza, y luego la empujé brutalmente, apoyando mis manos
                sobre sus hombros para que caminara más rápido.


                Cayó de rodillas y sentí, al ver doblarse su cuerpo semidesnudo, una
                intensa quemazón, el deseo de someterla y poseerla.













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