Page 47 - La iglesia
P. 47
Juan Antonio recordó lo que le contó Saíd del padre Artemio y sus
desvelos. Puede que el viejo estuviera obsesionado con esa lucha eterna
contra el mal en la que vivieron inmersos sus predecesores jorgianos y
hubiera perdido la cabeza a cuenta de ello. No pudo evitar que le viniera a la
mente una imagen del cura, anciano, zarrapastroso y enloquecido, oficiando
extraños rituales justo donde ahora se encontraban. Escalofriante.
—¿Vamos a la sacristía? —propuso el aparejador—. Hay más chismes allí
que en una tienda de chinos.
—Claro que sí —respondió el padre Ernesto.
Ernesto y Félix se sintieron abrumados por el mar de cachivaches que
abarrotaban la sacristía, toda una promesa de días de trabajo duro. Después de
visitar la planta superior y el campanario, Juan Antonio decidió que era hora
de dejar que los sacerdotes exploraran por su cuenta sus nuevos dominios. El
padre Alfredo le propuso ir dando un paseo hasta el centro, con escala en
alguna cafetería. Un cortado a esa hora era toda una tentación. El párroco y su
ayudante se despidieron de ellos en el jardín.
—¿Qué te parece si metemos las narices por todas partes ahora que
estamos solos? —propuso el padre Félix.
—Me parece bien —respondió Ernesto, siguiendo al joven sacerdote al
interior del templo—. Lo que será una hazaña es conseguir que venga alguien
a oír misa aquí. El paisaje que nos rodea es postnuclear.
—Dios proveerá —dijo Félix, cerrando la puerta de la iglesia tras ellos—.
¿Crees que después de tantos años dando clases te acostumbrarás a ser
párroco?
Ernesto no pudo evitar soltar un resoplido.
—Eso espero. Tal vez desconectar un tiempo de la enseñanza y dedicarme
a este proyecto me ayude a encontrarme a mí mismo.
—Seguro que sí. Dios escribe recto con renglones torcidos.
—No me vengas ahora con frases hechas.
—Las frases hechas se esculpen con verdades sólidas —dogmatizó Félix.
—Eres un viejo prematuro —rio Ernesto—. No has cumplido los treinta y
eres más cura que el cura más cura que conozco. Me recuerdas a uno de esos
predicadores televisivos americanos, todo el día con el nombre de Dios en la
boca.
Félix le dedicó una mirada de reojo que a Ernesto se le antojó
condescendiente.
—¿Te parece mal que crea en la voluntad de Dios? Si no crees en ella,
¿para qué te ordenaste sacerdote?
Página 47