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Phoenix
En soledad a través de unas inalteradas tinieblas resplandeció el
primer sol del Guardián, un atípico punto de luz consciente destinado a
extender calidez por el despoblado vacío. A través de más eones de los
que se pueden contar, este astro cegador permaneció fusionando su
inconsumerable energía antes de estallar en el cataclismático
resplandor de una supernova. De este infierno se engendraron nuevos
soles, estrellas de idéntica descendencia que su padre, que erraron
por un océano mortecino y se establecieron en forma de
constelaciones. Cuando llegase el momento, ellos también se
propagarían entre las llamas de las supernovas. Así continuaría
repitiéndose este deslumbrante ciclo de nacimiento y renacimiento
hasta que todos los cielos tallados con el mayúsculo esfuerzo del
Titán se resignaran a titilar y brillar. Este crisol eterno hizo que la
estrella a la que los mortales acabarían nombrando Phoenix colapsara
hacia su existencia y, al igual que sus ancestros, fue empujado hacia el
interminable cosmos para encontrar un lugar entre sus hermanos
estelares. No obstante, la curiosidad hacia aquello que los oscuros
ancianos dejaban descansar en las sombras consumió al polluelo,
quien decidió dedicar largos ciclos a investigar y estudiar. Aprendió
que, entre mundos tanto completos como fragmentados, se revolvería
pronto un nexo de una particularidad notable, encerrado en un
conflicto imperecedero de consecuencias cósmicas, un plano que se
vería necesitado de más influencia de la que pudieran ofrecer los
lejanos rayos de un sol moribundo. Y así fue como este joven hijo de
los soles adoptó una forma terrenal y viajó con impaciencia para
alumbrar con su calor a todos aquellos que más lo necesitaran y,
quizás, apoderarse de su propio destino solar.