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UN SUEÑO


                  Su nombre es Mia, una pequeña niña muy querida por sus padres,
               quien vivía tranquila en la ciudad, sin preocupaciones. Jugar, comer y
               dormir eran su mundo entero. Siempre responsable, tranquila, conside-
               rada y solidaria, ayudaba a su madre en todo lo que ella le pedía, en
               medida de sus posibilidades de acuerdo con la edad que tenía, recibiendo
               consejos maternos para hacerlo cada vez mejor. Creció tan rápido, como
               un abrir y cerrar de ojos, y de golpe estuvo frente al momento clave del
               futuro: la elección de la carrera a seguir. Rosita, su tierna abuelita, fue
               quien la asesoró ante la trascendental decisión, y es así como la medicina
               sería el camino por transitar.
                  En las clases de Fisiología, distraída por las bromas de sus compa-
               ñeros, se ponía a soñar con terminar pronto la carrera para poner en fun-
               cionamiento todo el conocimiento recibido; a la vez, el miedo natural de
               cómo enfrentar una situación crítica con un paciente y posibles compli-
               caciones, se convertía en condimento del mismo sueño, como es obvio,
               y entonces volvía a la realidad del presente.  La dificultad del estudio au-
               mentaba con cada nuevo caso clínico, lo que la llevó a sentirse agobiada
               y no querer seguir, pero su abuelita la animaba.
                  “¡Ya no puedo  más!... con  tanto  estudio,  tantas  cosas que memo-
               rizar”, exclamaba Mia, con desesperación.
                  “Tranquila. Todo ese esfuerzo será recompensado en algún mo-
               mento” – suavemente contestaba Rosita.

                  El río corre, igual que la vida, y Mia se convirtió en médica y estaba
               casi lista para comenzar una nueva etapa de la vida. Su familia, en pleno,
               se sentía orgullosa del logro alcanzado y la seguían animando.
                  A mediados de abril, en la madrugada de un lunes, llegó a emergencia
               una señora de edad avanzada, con fuerte dolor en la cadera. Se la oía
               gritar desde la ambulancia, y su voz reflejaba espeluznante angustia lle-
               gando a cada piso del pequeño hospital. Margarita, la paciente, vestía una
               blusa blanca con manchas amarillas y un pantalón marrón, desteñido por
               el tiempo. Su piel blanca y su rostro con arrugas insultaban a los paramé-
               dicos, a los médicos y enfermeras:
                  “¡Denme algo para este maldito dolor!” – dijo con lágrimas en los
               ojos, sujetando su pierna con sus delgadas y largas manos.
                  “Tranquila señora, ya llega el médico especialista para valorarla y
               darle algo”, respondió la enfermera de turno, quien la recibió.

                  Margarita  vivía  sola, en  las afueras de  la  gran ciudad. Años atrás
               había  tenido  una  posición  económica  muy  fuerte,  reconocimientos


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