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VEINTE MINUTOS



                  A lo largo de la carrera médica me recalcaron la importancia de una
               buena relación médico-paciente y cómo hacer una correcta anamnesis:
               recibir y saludar al paciente con la respectiva palmadita de confianza,
               anotar cada detalle de los antecedentes, enfermedad actual y, ni se diga,
               la revisión por sistemas, además de realizar un meticuloso examen físico,
               después del lavado de manos.  Especial importancia, mirar a los ojos del
               visitante y no al computador. Significa que la aplicación de todo el pro-
               ceso lleva tiempo, pero jamás me indicaron que todo eso debía realizarlo
               en veinte minutos.

                  Después de graduarme, durante la rural, atendí personas en un centro
               de salud tipo B, cuya sala de espera casi siempre estuvo llena, dando
               como resultado veinticuatro consultas al día, sin contar los turnos extras
               que me asignaban porque el paciente venía de muy lejos, o era un niño, y
               claro, no podía decir que no.
                  En uno de esos días, llegó Andrea a la consulta: mujer de cuarenta
               y tantos años, contextura delgada, piel pálida y ojeras pronunciadas; el
               motivo era dolor en cuello y espalda. Después de preguntar sobre las
               características de dicho síntoma, mencionó que había acudido en varias
               ocasiones por el mismo motivo: “Doctora siempre que vengo me dan
               unas pastillas y me colocan unas inyecciones por tres días y con eso
               siento alivio por un tiempo” fueron sus palabras. Revisé la historia clí-
               nica y en efecto, había acudido varias veces siempre diagnosticada de
               lumbalgia o cervicalgia, de la mano de una receta de ibuprofeno y di-
               clofenaco. Decidí investigar, entonces pregunté: “Andrea, ¿Hay alguna
               causa aparente por la cual se presente el dolor?” Suspiró muy profundo
               y me contestó: “Debe ser por el trabajo y los deberes de la casa”.

                  Al examinarla, sentí sus músculos muy tensos, sin ningún otro signo
               que me hiciera sospechar de algo más, así que me atreví a realizar pre-
               guntas más personales, puesto que sospeché que algo no andaba bien:
               “¿Tiene  hijos,  esposo?”, “¿Cómo es  la  relación  con  ellos?”, “¿Se
               siente bien en su hogar, trabajo?”, “¿Hay algo que le preocupa?”. Su
               rostro expresaba tristeza  y mientras  respondía,  cayeron  unas lágrimas
               por sus mejillas. Tomé su mano, diciéndole que podía confiar en mí, y
               continuó relatándome como su vida se había convertido en un constante
               sufrimiento.

                  Para resumir el caso, Andrea nunca terminó de estudiar y se ganaba
               la vida como vendedora en un almacén, lo cual no siempre le alcanzaba
               para llevar el pan a la mesa de su hogar; casada con un hombre alcohó-
               lico, machista y que en ocasiones los maltrataba a ella y a sus tres hijos;
               el primero de ellos, a quien tuvo con un hombre que la abandonó, quería

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