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ada amanecer traía consigo el murmullo de los
Ctambores que despertaban al pueblo. Las abue-
las, con sus rostros surcados de tiempo, contaban a
los más pequeños los secretos del río, enseñándo-
les a escuchar su voz. En las tardes, el aire olía a pes-
cado asado y hojas de plátano, y las risas se mezclaban
con el canto de las aves que regresaban a sus nidos.
En Boma, la vida tenía su propio ritmo, marcado por el
pulso del N’zadi. No existían relojes, sino el canto del ga-
llo, la corriente del agua y el crepúsculo que anunciaba
el descanso. Cada gesto, cada palabra, estaba cargado de
significado; porque allí, entre el verdor y el rumor del río,
la gente no solo vivía: sentía, compartía y recordaba.

