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Teníanla en una  de  sus casas  reales,  en  un  apartado  de  los  que  llaman  huaca,
        que  es  lugar  sagrado.  No  adoraban  en  ella,  mas  de  que  la  tenían  en  vene•
        ración;  debía  ser  por  su  hermosa  figura  o  por  algún  otro  respeto  que  no
        saben  decir.  Así  la  tuvieron  hasta  que  el  marqués  Don  Francisco  Pizarra
        entró en el  valle  de  Túmpiz,  y  por lo  que  allí  le  sucedió  a  Pedro de  Candfa
        la  adoraron  y  tuvieron  en  mayor  veneración,  como  en  su  lugar  diremos.
             Los  españoles,  cuando  ganaron  aquella  imperial  ciudad  e  hicieron
        templo  a  nuestro  sumo  Dios,  la  pusieron  en  el  lugar  que  he  dicho,  no  con
        más ornato del que se  ha  referidO, que fuera  muy  justo la pusieran en el altar
        mayor  muy  adornada  de  oro  y  piedras  preciosas,  pues  hallaron  tanto  de
        todo, y aficionaran a los  indios  a nuestra santa  religión,  con  sus  propias  cosas,
        comparándolas  con  las  nuestras,  como  fue  esta  cruz  y  otras  que  tuvieron
        en  sus  leyes  y  ordenanzas  muy  allegadas  a  la  ley  natural,  que  se  pudieran
        cotejar  con  los  mandamientos  de  nuestra  santa  ley  y  con  las  obras  de  mise-
        ricordia,  que  las  hubo  en  aquella  gentilidad  muy  semejantes,  como  ade•
        lante  veremos.  Y  porque  es  a  propósito  de  la  cruz,  decimos  que,  como  es
        notorio,  por  acá  se  usa  jurar  a  Dios  y  a  la  cruz  para  afirmar  lo  que  dicen,
         así  en  juicio  como  fuera  de  él,  y  muchos  lo  hacen  sin  necesidad  de  jurar,
        sino  del  mal  hábito  hecho.  Decimos  para  confusión  de  los  que  así  lo  hacen
        que  los  Incas  y  todas  las  naciones  de  su  Imperio  no  supieron  jamás  qué
        cosa  era  jurar.  Los  nombres  del  Pachacámac  y  del  Sol  ya  se  ha  dicho  la
        veneración  y  acatamiento  con  que  los  tomaban  en  la  boca,  que  no  los  nom•
         braban  sino  para  adorarlos.  Cuando  examinaban  algún  testigo,  por  muy
         grave que  fuese  el caso,  le decía  el juez  (en  lugar  de  juramento):  "¿Prometes
         decir  verdad  al  Inca?".  Decía  el  testigo:  "Sí,  prometo".  Volvía  a  decirle:
         "Mira  que  la  has  de  decir  sin  mezcla  de  mentira  ni  callar  parte  alguna  de
         lo  que  pasó,  sino  que  digas  llanamente  lo  que  sabes  en  este  caso".  Volvía
         el  testigo  a  rectificarse,  diciendo:  "Así  lo  prometo  de  veras".  Entonces,
         debajo  de  su  promesa  le  dejaban  decir  todo lo  que  sabía  del  hecho,  sin  ata•
         jarle  ni  decirle  "no  os  preguntamos  eso  sino  estotro",  ni  otra  cosa  alguna.
         Y si era averiguación  de pendencia, aunque  hubiese  habido  muerte, le  decían:
         "Di claramente  lo  que  pasó  en  esta  pendencia,  sin  encubrir  nada  de  lo  que
         hizo o dijo cualquiera de los dos que riñeron". Y así lo decía el  testigo, de ma•
         nera  que  por  ambas  las  partes  decía  lo  que  sabía  en  favor  o  en  contra.  El
         testigo  no  osaba  mentir,  porque  demás  de  ser  aquella  gente  timidísima  y
         muy  religiosa  en  su  idolatría,  sabía  que  le  habían  de  averiguar  la  mentira  y
         castigarle  rigurosísimamente,  que  muchas  veces  era  con  muerte,  si  el  caso
         era grave,  no  tanto  por el  daño  que había  hecho  con  su  dicho  como  por  ha-
         ber  mentido  al  Inca  y  quebrantado  su  real  mandato,  que  les  mandaba  que
         no  mintiesen.  Sabía  el  testigo  que  hablar con  cualquiera  juez  era  hablar  con
         el  mismo  Inca  que  adoraban  por  Dios,  y  éste  era  el  principal  respeto  que
         tenían,  sin  los  demás,  pata  no  mentir en  sus  dichos.

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