Page 184 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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178 SITIO DE TIRO
zado gran número de barcos de carga y todas las trieras que no estaban en buenas
condiciones de navegabilidad para artillarlos, algunos de ellos del modo más
ingenioso, con arietes, catapultas y toda otra clase de máquinas. Pero las máquinas
del dique no eran lo bastante fuertes para romper aquella sólida muralla cons
truida de piedras sillares, cuya altura de ciento cincuenta pies, reforzada además
por las torres de madera levantadas sobre las almenas, resistía a todos los intentos
de tender sobre ella puentes para el asalto desde las torres de los macedonios.
Cuando los barcos armados de máquinas se acercaban a las murallas a derecha
e izquierda del dique, los recibía ya desde lejos una granizada de proyectiles, de
piedras y de dardos incendiarios; y cuando por fin se acercaban remando para
atracar, se encontraban con multitud de piedras hincadas que les impedían ha
cerlo. Las dotaciones de las naves empezaban a quitar las piedras, trabajo fati
goso ya de suyo para hecho desde barcos vacilantes y que se veía duplicado y
no pocas veces incluso frustrado por el hecho de que los buques tirios, protegi
dos contra proyectiles, lograban apoderarse del cable de anclaje de las naves
sitiadoras y las dejaban a merced de la corriente y del viento. Alejandro hizo que
se interpusieran ante los barcos anclados otros acondicionados al igual que los
tirios, para proteger las anclas, pero los tirios buscaban hasta llegar cerca de
los barcos enemigos anclados y cortaban los cables, hasta que, para evitarlo, las
anclas se largaban con cadenas. Ahora, los barcos macedonios podían trabajar
ya sin peligro y las masas de piedras fueron alejadas para que los barcos armados de
máquinas pudieran atracar. El ejército estaba lleno de ardor combativo y de ra
bia; los tirios habían llevado a unos macedonios que tomaran prisioneros a lo
alto de las murallas, donde —a la vista de sus camaradas, que lo contemplaban
todo desde el campamento— los degollaron, arrojando sus cadáveres al mar.
Los tirios no podían menos de darse cuenta de que con cada día que pasaba
aumentaba el peligro en que se encontraba su ciudad y que ésta se hallaba
perdida sin remisión, desde el momento en que ya no dominaba en el mar.
Habían confiado en recibir refuerzos, sobre todo de Cartago; nunca creyeron
que los chipriotas se lanzaran a la lucha contra ellos. Pero las dos esperanzas
les salieron fallidas, pues por fin llegó el barco sagrado de la solemne embajada
de los cartagineses con el mensaje de que no podían prestar ayuda alguna a su
metrópoli. Ya se encontraban punto menos que bloqueados, puesto que la salida
del puerto norte estaba cerrada por la flota chipriota y la del puerto egipcio
por los barcos fenicios, lo que no les permitía siquiera recurrir a su única posi
bilidad de salvación, que habría consistido en reunir todas., sus naves para intentar
una salida. En vista de ello, con la mayor cautela, desplegando las velas de sus
barcos para ocultar lo que estaban tramando, prepararon en el puerto norte una
escuadra formada por tres quinquerremes, otros tantos cuatrirremes y siete trieras,
dotando a todas estas naves de una tripulación escogida; habían decidido, en la
paz del mediodía, hora en que Alejandro solía retirarse a descansar en su tienda,
en tierra firme, y la marinería de la mayor parte de los barcos saltaba a tierra
para recoger agua fresca y víveres, intentar una salida desesperada. Salieron del