Page 228 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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222 EXPEDICION A PERSEPOLIS
contra Perinto y Bizancio, habían enviado tropas contra él por sí y ante sí, como
si ellos fuesen quiénes para intervenir en los asuntos del mundo helénico cuando
y como se les antojase! Si el carácter de Persia como “monarquía del Asia” llevaba
realmente implícito este título de soberanía sobre el mundo griego, la finalidad
de la guerra para la que Alejandro se había puesto a la cabeza de los macedonios
y los helenos no podía ser otra que poner término de una vez y para siempre a
aquella arrogante pretensión del gran rey. Después de la batalla de Isos, Alejandro
sólo había opuesto a las propuestas de Darío una exigencia, solamente una: la
de que reconociese que ya no era él, Darío, sino Alejandro el dueño y señor del
Asia; a cambio de este reconocimiento estaba dispuesto a hacer concesiones al
adversario vencido, a concederle —así dice, sobre poco más o menos, la carta—
todo aquello de cuya justicia pudiese convencer al vencedor. Si no estaba dispuesto
a reconocer lo que le pedía no tenía más que un camino: enfrentarse nueva
mente a él en batalla. Colocado ante esta alternativa, Darío había optado por
seguir luchando; había aventurado la segunda gran batalla y con ella había
perdido los grandes territorios que se extendían desde las costas hasta las montañas
del Irán. ¿No tenía que darse cuenta ahora, mal que le pesara, de que no tenía
fuerzas bastantes para medirse con el poder de Alejandro? ¿No revelaba cada
una de las marchas emprendidas por éste que era real y verdaderamente lo que
exigía que los demás reconociesen que era, el señor del Asia, y de que no existía
poder capaz de impedirle hacer lo que quisiera? ¿Acaso Darío podía dudar aún
de que debía rendirse, someterse al vencedor si quería salvar todavía algo, si
quería recobrar aquellas prendas tan caras para él que retenía en sus manos el
conquistador?
Es posible que Alejandro, después de la batalla de Gaugamela, esperase que
Darío se dirigiera a él, le formulase proposiciones más aceptables que las que si
guieron a la jomada de Isos, se rindiera a la fuerza aplastante de los hechos. Es
posible que, no pareciéndole oportuno en modo alguno tomar él la iniciativa,
hiciera saber a la reina madre —no olvidemos que perdonó a los levantiscos uxios
a instancias suyas— que estaba dispuesto a estudiar con la mejor disposición de
ánimo las propuestas de paz que su hijo le hiciese llegar. No está fuera de lo
posible que, aún ahora, se inclinase a conceder al adversario vencido, siempre y
cuando que éste reconociera el cambio de poder irrevocablemente efectuado, una
paz que le dejase seguir reinando sobre sus países y sus súbditos y le devolviese
a su madre y a sus hijos. Lo que Alejandro tenía ya en su poder, los extensos
I territorios desde el mar hasta las estribaciones de las montañas fronterizas del
Irán, formaba un gran todo coherente, bastante homogéneo incluso desde el
punto de vista nacional, un conjunto de territorios harto grandes y ricos para
unirse en un imperio con Macedonia y la Hélade y convertirse así en el poder
dominante dentro de Asia, bastante próximo al occidente a través de sus costas
para poder ejercer la hegemonía sobre el mar Mediterráneo, para la que la fun
dación de la Alejandría egipcia había puesto el cimiento y la piedra angular. Una