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336 EN LAS MARGENES DEL HIFASIS
Asi eb por lo menos, como relata los hechos Arriano. Curcio y Diodoro
modifican y amplían la narración con algunos detalles secundarios que tienen,
por decirlo así, un carácter retórico: dicen que Alejandro, para disponer favorable
mente el ánimo de las tropas e inclinarlas a proseguir la campaña, las envió a
saquear las riquísimas tierras de la cuenca del Hifasis, o sea los territorios amigos
de Fegeo, y durante su ausencia remitió a las mujeres y a los hijos de los soldados,
en concepto de regalo, vestidos y provisiones de todas clases y, sobre todo, la
soldada de un mes y que luego, al retornar las tropas cargadas de botín, las había
reunido en asamblea, no en consejo de guerra, sino ante el ejército todo, para
preguntarles si estaban o no dispuestas a llevar adelante la expedición con él.
Estrabón dice que Alejandro se decidió a dar la vuelta movido por ciertos
augurios, por el estado de espíritu del ejército, reacio a proseguir la expedición
por las indecibles privaciones que había experimentado ya y, sobre todo, porque
las tropas sufrían mucho con las interminables lluvias. Es éste un punto que
debemos tener presente en toda su importancia, si queremos comprender el por
qué del retorno de Alejandro, al llegar al Hifasis. Clitarco, cuya presencia se
advierte a través de las palabras de Diodoro, pinta los sufrimientos de las tropas
con los colores más sombríos: “Pocos de los macedonios — dice— habían sobre
vivido, y estos pocos supervivientes se hallaban al borde de la desesperación; la
duración de las campañas había desgastado ya las herraduras de los caballos y
la cantidad de las batallas había embotado y roto las armas de los combatientes;
ya nadie vestía ropas helénicas y los cuerpos llenos de cicatrices de los conquis
tadores de un mundo cubríanse con harapos mal cosidos del botín arrancado a
los bárbaros y a los hindúes; setenta días sin parar llevaba el cielo volcando sobre
la tierra los aguaceros más espantosos, entre tormentas y vendavales”. El pes-
chekalm, las lluvias tropicales, habían alcanzado su apogeo precisamente por
aquellos días, los ríos bajaban desbordados y las tierras estaban inundadas. No es
difícil imaginarse lo que aquel ejército occidental, que llevaba tres meses acam
pado o en marchas, padecería con aquel tiempo espantoso, con las nieblas húme
das de aquel clima a que no estaba acostumbrado, con la escasez inevitable de
sus ropas y alimentos habituales, cuántos hombres y caballos perecerían víctimas
del clima y de las enfermedades provocadas por él y cómo todo ello, las epide
mias, los tormentos incesantes de aquellos temporales de aguas, las privaciones,
los malos caminos y las interminables marchas, la progresión atroz de la penuria,
la mortalidad y la desesperación, tenía que quebrantar necesariamente el vigor
físico y la moral de las tropas. No tiene, pues, nada de extraño que en aquel
ejército tan guerrero y tan entusiasta empezaran a levantar cabeza el descontento,
la nostalgia del regreso, la apatía y la indolencia, que se apoderara de él con fuerza
cada vez mayor el ansia general y obsesiva de abandonar rápidamente aquel país,
antes de que volvieran los espantosos meses de las lluvias tropicales. El hecho de
que Alejandro no tratase de contrarrestar con medidas rigurosas de disciplina
aquel estado de ánimo reinante en el ejército y la negativa a seguir avanzando,
sino que, lejos de ello, acabara cediendo a los deseos de sus tropas y de sus man-