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MAL DE OJO. 381
por ese arte infuso con que las mujeres saben
embellecerse.
Victoria miraba atentamente la destreza con
que Leocadia iba formando el artificio de su
peinado y sus ojos fijos se clavaban tan pene-
,
trantes como las agujas con que la bella peina-
dora sujetaba sus cabellos.
Terminada la obra, se volvió Leocadia á su
silenciosa vecina, preguntándole:
— ¿Qué tal?
— Muy bien (le contestó). Estás hermosa.
Ahora solo falta colocar el lazo.
Dicho y hecho : el lazo , suspendido en el aire
como una mariposa que busca donde posarse,
cayó sobre los rizos de Leocadia , quedando
prendido en ellos con toda la gracia del mundo.
Victoria exclamó
— Ah ¡ Es un prodigio
¡ ! !
Y pasó por su frente una nube, y brillaron sus
ojos con luz azulada , semejante á la que despide
el acero en la hoja de los puñales, luz fosfórica,
fría como el hielo y sombría como la muerte;
al mismo tiempo sus dientes menudos rechinaron
oprimidos unos con otros. Después de este acce-
so , se echó á reir á carcajadas.
— ¿Te ríes?— le preguntó Leocadia.
— Sí (le contestó); me río. Mírate, mírate al
espejo.
Miróse Leocadia, y también rompió en reir.