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murmuré mentalmente. Lo menos que se puede hacer es tener

                  abiertas las puertas durante el día. Pero no me importa.

                  ¡Entraré!» Con esta decisión sacudí el aldabón. El rostro


                  avinagrado de José apareció en una ventana del granero.


                  —¿Qué quiere usted? —me interpeló. —El amo está en el corral.

                  Dé la vuelta por la esquina del establo si quiere hablarle.


                  —¿No hay nadie que abra la puerta? —respondí.



                  —Nadie más que la señorita, y ella no le abriría aunque

                  estuviese usted llamando insistentemente hasta la noche. Sería

                  inútil.



                  —¿Por qué no? ¿No puede usted decirle que soy yo?


                  —¿Yo? ¡No! ¿Qué tengo yo que ver con eso? —replicó mientras

                  se retiraba.



                  Comenzaba a caer una espesa nevada. Yo empuñaba ya el

                  aldabón para volver a llamar, cuando un joven sin chaqueta y

                  llevando al hombro una horca de labranza apareció y me dijo

                  que le siguiera. Atravesamos un lavadero y un patio enlosado,


                  en el que había un pozo con bomba y un palomar, y llegamos a

                  la habitación donde el día anterior fui introducido. Un inmenso

                  fuego de carbón y leña la caldeaba, y, al lado de la mesa, en la

                  que estaba servida una abundante merienda, tuve la


                  satisfacción de ver a la señorita, persona de cuya existencia no

                  había tenido antes noticia alguna. La saludé y permanecí en

                  pie, esperando que me invitara a sentarme. Ella me miró y no se


                  movió de su silla ni pronunció una sola palabra.





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