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Esos cambios bruscos me han granjeado fama de cruel. Sólo yo
sé lo erróneo que es semejante juicio.
Mi casero y yo nos sentamos frente a frente junto a la
chimenea. Ambos callábamos. La perra había abandonado a
sus crías, y se arrastraba entre mis piernas frunciendo el hocico
y enseñando sus blancos dientes. Traté de acariciarla y emitió
un largo gruñido gutural.
—Es mejor que deje usted a la perra —gruñó el señor Heathcliff,
haciendo dúo al animal, a la vez que reprimía sus
demostraciones feroces con un puntapié. —No está
acostumbrada a caricias ni la tenemos para eso.
Se puso en pie, se acercó a una puerta lateral y gritó:
—¡José!
Percibimos a José murmurar algo en las profundidades de la
bodega, pero sin dar señal alguna de acudir. En vista de ello, su
amo fue a buscarle, dejándome solo con la perra y con otros
dos perros mastines, que vigilaban atentamente cada uno de
mis movimientos. No sintiendo deseo alguno de trabar
conocimiento con sus colmillos, permanecí quieto; pero
creyendo que las injurias mudas no les ofenderían, comencé a
hacerles guiños y muecas. La ocurrencia fue infortunada.
Alguno de mis gestos debió molestar sin duda a la señora
perra, y bruscamente se lanzó sobre mis pantorrillas. La
rechacé y me apresuré a interponer la mesa entre los dos. Mi
acción revolucionó todo el ejército perruno. Media docena de
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