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ello. Me parecía, instintivamente, que su reserva debía proceder

                  de que era enemigo de dejar traslucir sus emociones. Debía de

                  odiar y amar disimulándolo, y seguramente hubiera


                  considerado como un impertinente a quien le amase o le

                  odiase, a su vez.


                  Probablemente yo me precipitaba demasiado al suponer en mi


                  huésped la manera de ser que me es peculiar a mí mismo.

                  Quizá el señor Heathcliff rehusaba su mano al amigo que le

                  deparaba la ocasión por motivos muy diferentes a los míos.

                  Quizá mi carácter fuera único. Mi madre solía decirme que yo


                  nunca sabría crearme un agradable hogar, y el verano pasado

                  obré de un modo que acreditaba que la autora de mis días

                  tenía razón.



                  Con ocasión de estar pasando un mes a la orilla del mar conocí

                  a una verdadera beldad. Me pareció hechicera. No le dije jamás

                  de palabra que la quería; pero si es verdad que los ojos hablan,

                  por la expresión de los míos hubiera podido deducirse que yo


                  estaba loco por ella. Cuando al fin lo notó, me dirigió la mirada

                  más dulce que hubiera podido esperarse. ¿Qué hice yo

                  entonces? Con vergüenza declaro que retrocedí, que me

                  reconcentré en mí mismo como un caracol en su concha, que a


                  cada mirada de la joven me alejaba más, hasta que ella, sin

                  duda confusa ante tales demostraciones, y pensando haberse

                  equivocado respecto a mis sentimientos, persuadió a su madre


                  de que se debían marchar.









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