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FANTASMAS
taba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre
le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encen-
dió el televisor.
Ocho semanas después, justo a finales de noviembre, el
Abductor de Galesburg se llevó a Bruce Yamada. *
Finney no era amigo de Bruce, jamás había hablado con
él, pero lo conocía. Habían jugado de lanzadores en equipos
contrarios el verano anterior a la desaparición de Bruce. Bru-
ce Yamada era probablemente el mejor lanzador al que los Car-
dinals de Galesburg se habían enfrentado jamás; desde luego el
más duro. La bola sonaba distinta cada vez que él la lanzaba al
guante del catcher, nada que ver con lo que ocurría cuando la
lanzaban otros chicos. La pelota de Bruce Yamada sonaba co-
mo si alguien acabara de descorchar una botella de champán.
Finney también lanzó bien, sólo perdió por un par de ca-
rreras, y eso fue porque Jay McGinty lanzó una bola a la iz-
quierda que era imposible de atrapar. Después del partido, en
el que Galesburg perdió cinco a uno, los equipos formaron dos
filas y los jugadores fueron saludándose, chocando los guan-
tes. Cuando les llegó el turno a Bruce y a Finney hablaron por
primera y última vez en vida de Bruce.
—Has jugado duro —dijo éste.
Finney se sorprendió gratamente y abrió la boca para con-
testar, pero sólo le salió «bien jugado», lo mismo que les había
dicho a los demás. Era una felicitación automática que acaba-
ba de repetir veinte veces y que salió de sus labios sin poder re-
mediarlo. Deseaba haber dicho algo más original, algo tan bue-
no como «has jugado duro».
No volvió a ver a Bruce durante el resto del verano, y
cuando lo hizo, a la salida del cine, no hablaron, se limitaron
a saludarse con la cabeza. Unas pocas semanas después Bruce
salió del salón de videojuegos de Space Port tras decir a sus ami-
gos que se iba a casa andando, y nunca se le volvió a ver. La dra-
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