Page 23 - Extraña simiente
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pretendo explotar la tierra comercialmente. Sólo sacar lo justo para que
podamos vivir los dos, quizá un poco más. Además, siempre puedo conseguir
un trabajo de media jornada en la ciudad, no sé… Pero a lo mejor tienes
razón, quizás, en el fondo, no soy más que un neoyorquino y nada más.
Aunque…, ¡maldita sea!…, voy a descubrirlo por mí mismo. Es un paso que
he querido dar desde hace mucho, mucho tiempo, Rachel.
Una semana después de lo que Paul llamaba discusión y Rachel pelea, los
preparativos del traslado de Nueva York a la granja ya estaban en marcha.
* * *
Rachel dejó la caja de cerillas encima del fogón, cruzó la cocina y se
asomó a la pequeña ventana trasera.
Bueno, pensó, una vez que sus ojos se hubieran acostumbrado a la luz del
sol, no se estaría del todo mal, ¿verdad? Se parece un poco a Central Park,
aunque mucho más grande, claro. Más grande y con mucho más colorido;
obviamente, también era más salvaje. Mucho más salvaje.
Rachel volvió a considerar las cosas. Sentía que en este lugar había un
orden especial, una especie de simetría. Era difícil de definir, era algo que
existía, aunque fuera inconsciente. ¡Qué cosa tan curiosa!
Frunció el ceño. Sácame de aquí, pensó. Paul, vuelve a casa y volvamos a
lo que conocemos. Se dio cuenta —aunque nunca lo reconocería— de que sus
palabras formaban una súplica muy suave y desapasionada. De que era
vulnerable.
Este lugar, la tierra que rodeaba la casa, estaba vivo, rezumaba humedad.
La naturaleza corría libre, desatada y había encontrado su propio equilibrio.
Había una cierta armonía disparatada en todo ello que le hacía sentirse
incómoda; sensación comprensible, pensó, en una persona que como ella sólo
se había rozado con la armonía en Carnegie Hall, en la Metropolitan Opera y
leyendo poesía. Pero esas no eran más que imitaciones. La armonía de los
campos, del bosque y del color habían sido sus modelos. No obstante, el
comprender esto, aunque fuera de una manera oblicua e indefinida, no le
impedía sentirse incómoda. Esta armonía disparatada que sentía que había
aquí —la había sentido desde el primer momento en el que puso los pies en la
casa— no encajaba con lo que ella conocía.
Palpó los botones del cuello de su camisa. Sí, sonrió, estaban
abrochados…
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