Page 24 - Extraña simiente
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Se paralizó. Sí, eran pisadas, pensó, pisadas que sonaban en las escaleras

               empinadas y comidas por la carcoma.



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                    Henry  Lumas  esperaba  que  Rachel  no  reaccionara  como  la  señora
               Schmidt.  «No,  no»,  repetía  la  mujer  una  y  otra  vez  —Lumas  nunca  supo
               distinguir si era por angustia o por vergüenza— mientras cruzaba los brazos
               estúpidamente  sobre  su  pecho,  protegiéndolo  o  bien  negándolo.  Un  minuto
               más tarde, Lumas se encontraba con la puerta en las narices.

                    Bueno,  esta  vez  traía  leña  para  regalar  y  ofrecía  sus  servicios  como
               carpintero, pensó Lumas. ¿Cómo podía rechazarle la mujer?
                    Se puso a estudiar la casa. Desde donde estaba no se veían muchas huellas

               de  la  violencia  que  había  sufrido.  Era  una  casa  pequeña,  incluso  se  podría
               decir que era bonita. Las viejas paredes de madera verde y el tejado de pizarra
               se  fundían  perfectamente  con  el  entorno.  Exactamente,  recordó  Lumas,
               algunas noches, al acostarse el sol, sobre todo cuando la casa había estado
               deshabitada —como lo había estado durante dos años—, se hacía invisible,

               como si la tierra la hubiera recuperado. Esa ilusión de que la casa y la tierra
               formaban una unidad ya fuera de día o de noche, desaparecía al acercarse uno
               mucho. Había sido construida por personas que la habían habitado. Nada, ni

               las peores yerbas podían crecer en el terreno de tierra batida que se extendía
               desde  el  pie  de  las  burdas  escaleras  hasta  los  palos  de  madera  plantados  a
               unos  siete  metros;  varias  generaciones  de  mujeres  habían  tendido  la  ropa
               recién lavada entre esos dos palos. Había grietas a lo largo del muro de piedra
               cubiertas de cemento que antes, cuando estaban vacías, habían sido nidos de

               avispas, nidos que uno de los muchos inquilinos de la casa había destruido.
               Delante de la casa, algún joven romántico había grabado las iniciales J. S. y,
               debajo, el nombre ‘Mary’ en el tronco del olmo centenario que había perdido

               recientemente una de sus ramas principales en una violenta tormenta eléctrica.
               Alguien, Lumas se imaginaba que serían los Schmidts, había dado una capa
               de pintura marrón claro al marco de la ventana de la cocina con la probable
               intención de reparar y de pintar toda la casa.
                    Lumas despertó de su ensoñación momentánea al percibir un movimiento

               en  la  ventana.  Prestó  atención  y  distinguió  una  cara  en  la  ventana.  ¿Había
               vuelto el marido tan deprisa? No. Vio que era Rachel, la mujer. Allí estaba; la
               suave  caída  de  sus  hombros,  el  óvalo  oscuro  del  rostro,  el  cabello  moreno

               cayéndole sobre el pecho. Estaba tan quieta que parecía formar parte de la



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