Page 601 - El Señor de los Anillos
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capaces de llevar armas, en el día segundo después de la luna llena. Para que lo
escoltaran a caballo en el viaje a Isengard, el rey eligió a Eomer y a veinte
hombres de su propio séquito. Junto con Gandalf irían Aragorn y Legolas, y
también Gimli. Aunque herido, el enano se resistió a que lo dejaran atrás.
—Fue apenas un golpe y el almete lo desvió —dijo—. El rasguño de un orco
no es bastante para retenerme.
—Yo te curaré mientras descansas —le dijo Aragorn.
El rey volvió entonces a Cuernavilla y durmió con un sueño apacible, que no
conocía desde hacía años. Los hombres que había elegido como escolta
descansaron también. Pero a los otros, los que no estaban heridos, les tocó una
penosa tarea; pues muchos habían caído en la batalla y yacían muertos en el
campo o en el Abismo.
Ni un solo orco había quedado con vida; y los cadáveres eran incontables.
Pero muchos de los montañeses se habían rendido, aterrorizados, y pedían
clemencia.
Los hombres de la Marca los despojaron de las armas y los pusieron a
trabajar.
—Ayudad ahora a reparar el mal del que habéis sido cómplices —les dijo
Erkenbrand—; más tarde prestaréis juramento de que no volveréis a cruzar en
armas los Vados del Isen, ni a aliaros con los enemigos de los hombres: entonces
quedaréis en libertad de volver a vuestro país. Pues habéis sido engañados por
Saruman. Muchos de los vuestros no han conocido otra recompensa que la
muerte por haber confiado en él; pero si hubierais sido los vencedores, tampoco
sería más generosa vuestra paga.
Los hombres de las Tierras Pardas escuchaban estupefactos, pues Saruman
les había dicho que los hombres de Rohan eran crueles y quemaban vivos a los
prisioneros.
En el campo de batalla, frente a Cuernavilla, levantaron dos túmulos, y
enterraron en ellos a todos los Jinetes de la Marca que habían caído en la defensa,
los de los Valles del Este de un lado y los del Folde Oeste del otro. En una tumba a
la sombra de Cuernavilla, sepultaron a Háma, capitán de la guardia del Rey.
Había caído frente a la Puerta.
Los cadáveres de los orcos los amontonaron en grandes pilas, a una buena
distancia de los túmulos de los hombres, no lejos del linde del bosque. Pero a
todos inquietaba la presencia de esos montones de carroña, demasiado grandes
para que ellos pudieran quemarlos o enterrarlos. La leña de que disponían era
escasa, pero ninguno se hubiera atrevido a levantar el hacha contra aquellos
árboles, aun cuando Gandalf no les hubiese advertido sobre el peligro de hacerles
daño, de herir las ramas o las cortezas.
—Dejemos a los orcos donde están —dijo Gandalf—. Quizá la mañana traiga