Page 115 - trilce
P. 115

LXIII
     SIEN EN
  Federico Galende
Se recuerda como una anécdota que por la época en la que vivía en la bajada de Santa Clara, a pasos del viejo molino, donde estaba el Instituto Nacional del que era director, César Vallejo tenía la costumbre de abrir la llave del baño y dejar el agua co- rriendo. Lo hacía para que el sonido, que le llegaba del otro lado de los pasillos, lo se- renara al final de la tarde, después de una larga jornada, transportándolo durante un rato a un amanecer lejano en el tiempo, un amanecer en el que llovía. El lugar en el que llovía eran las sierras de Santiago de Chuco, donde había cielos de puna descorazonada y en el que había quedado su infancia, que ahora rememoraba echado sobre la cama con las puntas de los zapatos mirando hacia arriba (como las de los muertos).
AMANECE LLOVIENDO. Sobre Poema LXIII de Trilce
Parece que la garúa limeña, célebre por su discreción, le resultaba decepcionante, lo que le lo impulsaba a convertir esa ciudad en un lugar de paso, en un tajo sin tiempo o un meridiano hecho de deshoras abiertas entre la lluvia que caía en aquel pequeño pueblo de infancia y la que tal vez caería más tarde, convertida ya en un aguacero tras recorrer como un tímido hilo invisible todas las edades de su poesía, en París, donde vaticinó que acabarían sus días. El asunto era bastante simple: si había llovido al prin- cipio, sería perfecto que lloviera también al final, de manera que fuera el agua la que abriera y cerrara la vida, aportándole a su monotonía una modesta sintaxis.
El problema es que esta monotonía -la otra mitad de él, su perpetuo lado acechan- te- se comporta de una forma muy similar a la de la lluvia: baja, desciende, se clava a las doce deshoras como una luz rígida sobre el espacio y el tiempo y, tras borrar los matices y disipar el último hilván del sentido, traza en el aire esa conocida puntada que va y vuelve de la pereza a la desesperación. Su hipotético daño, como todo el mundo sabe, también viene desde muy lejos: estaba en la Ética de Aristóteles, había transitado de las primeras enumeraciones de Hipócrates a la medicina árabe-bizantina y la tradición pa- trística, un par de siglos antes de que Baudelaire y el tardoromanticismo lo transforma- ra en su vicio predilecto, lo había definido como el único de los demonios que era capaz de pasearse a plena luz del día para internarse finalmente en el alma de los ermitaños y los cenobitas, pudriéndoles el corazón. No tenían, como en la canción, nadie que los acompañara a ver la mañana, ni que les diera una inyección a tiempo.
Si daban las doce, no había nada que hacer. Y resulta que todo esto ocurría a las doce, como en este poema LXIII de Trilce, cuyo cierre es más que elocuente: cuando salgo y busco las once / y no son más que las doce deshoras.
Pero hay una pregunta: ¿son ya las doce? Por acá sí, y también en el final de este poema, pero a la vez no todavía, porque recién está amaneciendo y amanece lloviendo, con la mañana bien peinada chorreando el pelo fino. Es decir que por el momento, sea lo que sea un momento, no son las doce, y por eso Melancolía está amarrada. Amarra- da a ese momento, a la “lluvia del amanecer”, a la “mañana bien peinada”, a los “cielos
  VOLVER AL ÍNDICE

























































































   113   114   115   116   117