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LXIII
SIEN EN
de puna descorazonada”, al “destino que vira y apenas se asienta”, a esos “relinchos andinos” o a todo aquello que, en un rapto entretejido por nostalgias y ademanes que vacilan, conduce en el poema a que quien lo escribe se acuerde de sí mismo.
El recuerdo lo dispara un minúsculo detalle atmosférico que resulta tan vertical como ese clavo que clava a la nada el demonio del mediodía, solo que a diferencia de éste lo hace a través de intervalos, de interrupciones, de balbuceos. Para que el agua trace en el aire la figura de la lluvia debe quedar un espacio entre las gotas, diferente al de la línea continua de la luz que cae recta. Esos son sus balbuceos, datas tartamudas que golpetean sobre la piel de la deshora con la misma delicadeza con que lo hace Va- llejo sobre los caparazones de las palabras, su reconocible modo de tratar una lengua que busca cerrase sobre sí misma. Un neologismo por aquí, una sinalefa por allá, una contramarcha de cuatro a tres tónicas en el tránsito que va de la mañana chorrea el pelo fino a Melancolía está amarrada.
Se trata de transiciones que no por delicadas dejarán de tener algo de abruptas, como cuando pone torvos al lado de cielos de platino, temeroso de dejar una pátina de caramelo en el verso, que interrumpe acudiendo a un feísmo que sale como un tren de la noche de los fonemas para chocar con la paz luminosa que estaba a punto de gestarse. ¿Para qué hace eso? Quizá para rebajar también el cielo, que así pierde su inmensidad -la consumación viva de las sombras de este mundo en esa extensión sin perímetros imaginada por Dante- para abreviarse en un dato situado: el de la lluvia reflejándose en los ojos que contemplan lonjas de un tiempo remoto transportado por el amanecer.
El amanecer deshiela la noche -para la mayoría una tajada de tiempo invisible-, re- tira las horas de sus cavernas y las siembra en la expectativa de que algo podría ocurrir, por ejemplo los sucesos del día, que la salida del sol insinúa. Pero la lluvia no necesita que algo ocurra, no requiere que la acción se despliegue; ella misma es un corte de du- ración, un tiempo que se es tan autosuficiente como el poema. Por eso se puede estar por un lado en una mañana de libres crinejas, de brea preciosa, serrana, y desfallecer, por el otro, en el tedio de quien busca las once en las que no son más que las doce des- horas. Esta caída, en principio violenta, no hace más que acompañar a las otras, la de la lluvia del amanecer y la del sol ciego de las doce, que la repetición funda en una ley sin encadenamientos ni historia.
Como la cola de un fantasma, la mañana, el poema y el mediodía reptan sobre la úl- tima cáscara ilusoria del tiempo. El efecto evidente (Scklovski dijo haberlo descubierto en una escena de Anna Karenina el mismo año en que Trilce era escrito a deshoras en una lejana prisión de Trujillo, y Brecht lo transformó después en su técnica más famosa) es el del extrañamiento, o sea el de la disociación entre el signo del tiempo y el tiempo. Las doce deshoras están allí para señalar que cualquier cosa que nazca será juzgada, no según el orden del tiempo, al modo de lo ápeiron en el endeble fragmento de Anaximandro, sino por orden del meridiano, donde irán a dar el aliento, los ojos que se abren, el canto de los gallos o los pájaros que merodean mientras la mañana comienza en el poema que está ya destinado. Es el destino de los ojos para la boca, del fantasma que contempla el horizonte cuando ya todo ha desaparecido, rozado por la punta carnívora de la lengua.
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