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III
SIEN EN
el niño en ese “silencioso corral”, que podría pasar evidentemente como una metáfora demasiado simple del presidio? En ese corral, tanto se han espantado las gallinas, esas que “se están acostando todavía”. Todavía... todavía. Las gallinas se acuestan al oscure- cer y se despiertan a la salida del sol. Siguen acostándose, la oscuridad no se ha decla- rado enteramente. La oscuridad todavía deja ver algo de luz. No es la variación de un estado a otro, no es la variación entre estados. Es una variación continua, donde la os- curidad no es otra cosa que la luz. No es entonces ese forzamiento a la luz, como aquella crueldad interminable a la que son sometidas las gallinas, haciéndolas creer mediante luz artificial que el día no termina, para que sigan poniendo huevos. No, aquí más bien lo que ha espantado a las gallinas no es el cansancio de la luz, sino el agotamiento del equilibrio más o menos calculado entre estados.
Y esa es la estancia. Vamos descubriendo que leemos un poema de la estancia, y no tanto sobre la estancia. Y algo va unido, como adyacente, a la estancia. Se reitera la demora: “Mejor estemos aquí no más. / Madre dijo que no demoraría.” La voz del poe- ma es la voz del continuo, voz inocente que recorre y percute el continuo. Se permite un momento de alegría, o al menos un momento en el que se juega:
Ya no tengamos pena. Vamos viendo
los barcos ¡el mío es más bonito de todos! con los cuales jugamos todo el santo día, sin pelearnos, como debe de ser:
han quedado en el pozo de agua, listos, fletados de dulces para mañana.
Todo esto ocurre en la demora, la estancia como demora. Si leyéramos muy apresuradamente diríamos “se trata de un poema sobre el abandono”, incluso sobre ese abandono que constituye a un sujeto, la orfandad. Pero todavía tendremos que ver que hay un juego, que esa demora juega, y no sencillamente porque sería algo así como esa capacidad de controlar la asignación de lugares en el famoso jueguito del carretel, jueguito compulsivo que tanta luz le dio a Sigmund Freud. La cuestión se mueve sola, o así parece. De hecho, los pequeños—los menores—también pueden (¿podemos?) par- tir, y eso lo recuerda el poema.
Aguardemos así, obedientes y sin más remedio, la vuelta, el desagravio
de los mayores siempre delanteros dejándonos en casa a los pequeños, como si también nosotros
no pudiésemos partir.
Demora como estancia, donde no hemos partido, pero tampoco estamos pro- piamente ahí. El ahí se ha difractado. Los mayores obligan, sin remedio, a aguardar su vuelta. Un desagravio. Se nos deja en casa a los pequeños, “como si también nosotros
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