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LXXIII
     SIEN EN
  Los ritos, nos lo recuerda G. Bataille, funcionan como una acción que traiciona su obje- tivo último sin quererlo. Los ritos serían como un ejercicio de la nostalgia que pretende religarnos a una pretérita y remota totalidad, en la que quizás dioses y gentes corrían por los mismos flujos del universo, indistinto aún. Para Bataille, en el rito nos aferra- mos como humanidad a nuestra animalidad (esa reminiscencia de totalidad), pero la materialidad misma del ritual nos alejaría de esa animalidad añorada, la traicionaría una y otra vez.
Algo similar sucede con el lenguaje poético, cuando éste pretende hacerse único testigo de sí mismo en una suerte de simbiosis con “algo” que parece anticiparse a la nomina- lidad de las cosas. Un completo Absurdo. Porque el lenguaje -y la poesía-, quizás no sea más que el fruto ciego y lisiado de una relación vital/vulgar entre cierto animal y su en- torno. Un animal que ha perdido su animalidad y su contacto directo con ese entorno.
Para F. Hegel, la humanidad sería como algo negro irrumpiendo en la luz: la humanidad sería la negatividad. Porque el pensamiento, la acción, el lenguaje, serían todas nega- ciones de la animalidad, de esa totalidad sin nombre y sin fin, sin destino, ni querella. “El hombre es esa noche, esa Nada vacía (...)”, dirá. El rito sería también, en ese sentido, aquello negro en la luz. Una imposibilidad. Un saludo a la bandera. Un falso conejo, pero que en última instancia funciona.
Este ejercicio (el rito) lleno de imposibilidad, repleto de sin sentido, nos conmueve hasta las lágrimas sin duda, pero también hasta revolcarnos de risa. Porque a un gesto absolutamente serio y cargado de densidad, le sucede indefectiblemente una mueca de burla. Algo de mohín. Entonces, la ritualidad gesticulada por el ser humano provocaría la risa burlona. Porque la auto-conmiseración a menudo nos resulta patética y por ello, digna de mofa.
Y esta sería la paradoja que escenificamos en nuestros ritos: pretendemos seriamen- te (cariacontecidas, solemnes, plañideras) seguir siendo animales (remitiéndonos a la totalidad perdida, ya sea mítica o poética), cuando ésta es ya una filiación imposible (entonces sucedería la burla, la risa, en el seno mismo de aquel intento).
Hegel plantea este asunto desde otra perspectiva en su Introducción a la fenomenolo- gía, refiriéndose a nuestra relación tormentosa y ambigua con la muerte y nos habla como si hubiese leído de pronto a J. Sáenz, quien dijera en estas montañas, usando dis- tintas palabras: “Santiago de Machaca” está vivo, solo porque ya está muerto. Porque nos sería común la conciencia de la muerte que “seremos”, que ya “somos”, que estamos “siendo” en última instancia. Y esta conciencia nos individualiza y nos separa del resto de la humanidad, a la vez que nos permite sentirnos absolutamente parte de ella.
¿Le pesa la muerte a Vallejo? Por supuesto. Como a toda la humanidad y transcurre quizás de la consternación y el horror hasta lo que Sáenz llamaría “júbilo”: repulsión y fascinación; un estado en el que nos sentiríamos absolutamente atraídas por “algo”, al
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