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SIEN EN
[Sergio De Matteo (Santa Rosa de La Pampa)]
A PROPÓSITO DE TRILCE I
“El primer libro de César Vallejo, Los heraldos negros, es el orto de una nueva poesía en el Perú”. José Carlos Mariátegui
Trilce es portador de un lenguaje” dislocado” había caracterizado José Bergamín en el prefacio a la segunda edición del libro en Madrid en 1930. Dislocado, suena atronador, mucho más si es leído desde la normalidad, desde lo pautado, desde el orden del discurso (Foucault, 1987), la episteme que registra, archiva y cuida la lengua dominante de la invasión de los bárbaros. Esa materia lírica experiencial, a la que aduce Américo Ferrari, más que experimental, implica que los poemas tiene movimiento y son dinámicos, más allá del ajuste y el anclaje escriturario, sus sentidos se propagan con cada lectura e interpretación, por lo tanto “la expresión poética los traduce en un lenguaje violentamente contrastado” (1990: 21).
De acuerdo a la RAE tendríamos tres definiciones para el verbo transitivo “dislocar”, más allá de la etimología propia (Del latín medieval dislocare, y esta del prefijo dis- y locare, “ubicar”, a su vez de locus, “lugar”, del preclásico stlocus, en última instancia del protoindoeuropeo *st(h)el-, “emplazar”): 1) Sacar algo de su lugar. Referido a huesos y articulaciones; 2) Torcer un argumento o razonamiento, manipularlo sacándolo de su contexto y 3) Hacer perder el tino o la compostura. Todas opciones apropiadas para abordar una voz poética que se rearticula desde la cárcel, desde el castigo con que el poder pretende reeducar a los reos. Por lo menos las fuentes que se citan en consecuencia nos anotician de determinadas circunstancias existenciales y de producción literaria, las que no pueden obviarse por la incidencia formar, e informal, que tienen en el mismo texto; inclusive la obra fue impresa en 1922 en los Talleres de la Penitenciaría de Lima, en un tiraje corto de 200 ejemplares.
Una impronta dislocada que se ubica en el lugar de lo escatológico, de la poetización de lo soez (en realidad, de algo común e inherente a cada ser humano, como la mismísima muerte, esa instancia final en donde siempre habrá una mirada para todos, todas, todes) para evidenciar, de dicha manera, un sistema opresor que somete y condiciona al individuo hasta el propio acto de la defecación. Emplazar el “guano”, “testar las islas que van quedando”, la “calabrina tesórea”, el “salobre alcatraz”, la “hialóidea grupada”, el “mantillo líquido” y, finalmente, la “península” que se disloca (se para), se sale de un lugar para ocupar otro espacio, el de los restos, como todo excremento.
Quién hace tanta bulla y ni deja Testar las islas que van quedando.
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