Page 178 - Amor en tiempor de Colera
P. 178

mientras tomaba su infusión de hojas universales, miró hacia el pantano del patio donde
                    no volvería a retoñar el árbol de su desventura.
                          -Lo que quisiera es largarme de esta casa, caminando, derecho, derecho, derecho,
                    y no volver más nunca -dijo.

                          -Vete en un buque -dijo Florentino Ariza.
                          Fermina Daza lo miró pensativa.
                          -Pues fíjate que podría ser -dijo.
                          No se le había ocurrido un momento antes de decirlo, pero le bastó con admitir la
                    posibilidad para darlo  por hecho. El hijo y la nuera entendieron encantados. Florentino
                    Ariza se apresuró a precisar que Fermina Daza sería un huésped de honor en sus buques,
                    se tendría para ella un camarote dispuesto como su propia casa, un servicio perfecto, y el
                    capitán en persona estaría consagrado a su seguridad y su bienestar. Llevó mapas de la
                    ruta para entusiasmarla, tarjetas postales de atardeceres furibundos, poemas al paraíso
                    primitivo de La Magdalena escritos por viajeros ilustres, o que habían llegado a serlo por
                    la excelencia del poema. Ella les daba una ojeada cuando estaba de humor.
                          -No tienes que engañarme como a una criatura -le decía-. Si me voy es porque lo
                    he decidido, no por el interés del paisaje.
                          Cuando  el  hijo sugirió  que la acompañara su  esposa,  lo  cortó por lo  sano:  “Ya
                    estoy muy  grande para que  me  cuide nadie”.  Ella  misma arregló los pormenores del
                    viaje. Sintió  un  inmenso descanso con la  idea de  vivir  ocho días de subida  y  cinco de
                    bajada sin nada  más que lo  indispensable:  media  docena de vestidos  de algodón,  sus
                    cosas de tocador y aseo, un par de zapatos para embarcar y desembarcar y las babuchas
                    caseras para el viaje, y nada más: el sueño de su vida.
                          En enero de 1824, el comodoro Juan Bernardo Elbers, fundador de la navegación
                    fluvial, había abanderado el primer buque de vapor que surcó el río de La Magdalena, un
                    trasto primitivo de cuarenta caballos de fuerza que se llamaba Fidelidad. Más de un siglo
                    después, un 7 de julio a las seis de la  tarde, el doctor Urbino  Daza y su esposa
                    acompañaron a Fermina Daza a tomar el buque que había de llevarla en su primer viaje
                    por el río. Era el primero construido en los astilleros locales, que Florentino Ariza había
                    bautizado en memoria de su antecesor glorioso: Nueva Fidelidad. Fermina Daza no pudo
                    creer nunca que aquel nombre tan significativo para ellos fuera de veras una casualidad
                    histórica, y no una gracia más del romanticismo crónico de Florentino Ariza.
                          En todo caso, a diferencia de los otros buques fluviales, antiguos y modernos, el
                    Nueva Fidelidad tenía junto al camarote del capitán un camarote suplementario, amplio y
                    confortable: una sala de visitas con muebles de bambú de colores festivos, un dormitorio
                    matrimonial decorado por completo con motivos chinos, un baño con bañera y ducha, un
                    amplio mirador cubierto, muy amplio, con helechos colgados y una visión completa hacia
                    el frente y los dos lados del buque, y un sistema de refrigeración silencioso que mantenía
                    todo el ámbito a salvo del estruendo exterior y en un clima de primavera perpetua. Esta
                    habitación de lujo,  conocida como el Camarote  Presidencial  porque allí  habían viajado
                    hasta entonces tres presidentes de la república, no tenía un propósito comercial, sino que
                    se reservaba para autoridades de categoría y para invitados muy especiales. Florentino
                    Ariza la había hecho construir con esa finalidad de imagen pública tan pronto como fue
                    nombrado presidente de la C.F.C., pero con la seguridad íntima de que tarde o temprano
                    iba a ser el refugio feliz de su viaje de bodas con Fermina Daza.
                          Llegado el día, en efecto, ella  tomó  posesión  del  Camarote  Presidencial en su
                    condición de dueña y señora. El capitán del buque hizo los honores de a bordo al doctor
                    Urbino Daza  y su esposa, y  a Florentino  Ariza,  con champaña y  salmón ahumado. Se
                    llamaba Diego Samaritano, tenía un uniforme de lino blanco, de una corrección absoluta,
                    desde la punta de los botines hasta la gorra con el escudo de la C.F.C. bordado en hilos
                    dorados, y tenía en común con los otros capitanes del río una corpulencia de ceiba, una
                    voz perentoria y unas maneras de cardenal florentino.

                    178  Gabriel García Márquez
                         El amor en los tiempos del cólera
   173   174   175   176   177   178   179   180   181   182   183