Page 182 - Amor en tiempor de Colera
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cargo de él, y dejó al cazador abandonado en el playón desierto junto al cadáver de la
                    madre asesinada. Estuvo seis meses en la cárcel, por protestas diplomáticas, y a punto
                    de perder su licencia de navegante, pero salió dispuesto a repetir lo hecho cuantas veces
                    hubiera ocasión. Sin embargo, aquel había sido un episodio histórico: el manatí huérfano,
                    que creció y  vivió  muchos años en el parque de animales raros de San Nicolás de  las
                    Barrancas, fue el último que se vio en el río.
                          -Cada  vez  que  paso  por ese  playón  -dijo- le ruego  a Dios que aquel gringo  se
                    vuelva a embarcar en mi buque, para volver a dejarlo.
                          Fermina Daza,  que  no  le tenía simpatía,  se conmovió de tal modo  con aquel
                    gigante tierno, que  desde esa mañana lo puso en un lugar privilegiado de su corazón.
                    Hizo bien: el viaje apenas comenzaba, y ya tendría ocasiones de sobra para darse cuenta
                    de que no se había equivocado.
                          Fermina Daza y Florentino Ariza permanecieron en los puestos de mando hasta la
                    hora del almuerzo, poco después de que pasaron frente a la población de Calamar, que
                    apenas unos años antes tenía una fiesta perpetua, y ahora era un puerto en ruinas de
                    calles desoladas. El único ser que se vio desde el buque, fue una mujer vestida de blanco
                    que hacía señas con un pañuelo. Fermina Daza no entendió por qué no la recogían, si
                    parecía tan afligida, pero el capitán le explicó que era la aparición de una ahogada que
                    hacía señas de engaño para desviar los buques hacia los peligrosos remolinos de la otra
                    orilla. Pasaron tan cerca de ella que Fermina Daza la vio con todos sus detalles, nítida
                    bajo el sol, y no dudó de que en realidad no existiera, pero su cara le pareció conocida.
                          Fue un día largo  y  caluroso. Fermina  Daza  volvió  al camarote después  del
                    almuerzo, para su siesta inevitable, pero no durmió bien por el dolor del oído, que se le
                    hizo más intenso cuando el buque intercambió los saludos de rigor con otro de la C.F.C.
                    con el que se cruzó unas leguas arriba de Barranca Vieja. Florentino Ariza descabezó un
                    sueño instantáneo sentado en el salón principal, donde la mayoría de los pasajeros sin
                    camarote dormían como a media noche, y soñó con Rosalba, muy cerca del lugar en que
                    la había visto embarcarse. Viajaba sola, con su atuendo de momposina del siglo anterior,
                    y era ella y no el niño la que dormía la siesta dentro de la jaula de mimbre colgada en el
                    alero. Fue un sueño a la vez tan enigmático y divertido, que siguió con su regusto toda la
                    tarde, mientras jugaba dominó con el capitán y dos pasajeros amigos.
                          El calor cesaba a la caída del sol, y el buque revivía. Los pasajeros emergían como
                    de un letargo, recién bañados y con ropas limpias, y ocupaban las poltronas de mimbre
                    del salón a la espera de la cena, que era anunciada a las cinco en punto por un mesero
                    que recorría la cubierta de un extremo al otro haciendo sonar entre aplausos de burlas
                    una  campana de  sacristán. Mientras comían, empezaba la banda con música de
                    fandango, y el baile seguía de largo hasta la media noche.

                          Fermina Daza no  quiso cenar por  la molestia  del oído, y  presenció el  primer
                    embarque de leña para las calderas, en una barranca pelada donde no había nada más
                    que los troncos amontonados, y un hombre muy viejo que atendía el negocio. No parecía
                    haber nadie más a muchas leguas. Para Fermina Daza fue una escala lenta y aburrida,
                    impensable en los transatlánticos de Europa, y había tanto calor que se hacía sentir aun
                    dentro del mirador refrigerado. Pero cuando el buque zarpó de nuevo soplaba un viento
                    fresco oloroso a entrañas de la selva, y la música se hizo más alegre. En la población de
                    Sitio Nuevo había una sola luz en una sola ventana de una sola casa, y en la oficina del
                    puerto no hicieron la señal convenida de que había carga o pasajeros para el buque, de
                    modo que éste pasó sin saludar.
                          Fermina  Daza  había estado  toda la tarde  preguntándose de qué recursos  iba  a
                    valerse Florentino  Ariza para verla sin  tocar en  el  camarote, y hacia las ocho no  pudo
                    soportar más las ansias de estar con él. Salió al corredor con la esperanza de encontrarlo
                    de un modo que pareciera casual, y no tuvo que andar mucho: Florentino Ariza estaba
                    sentado en un escaño del corredor, callado y triste como en el parquecito de Los
                    Evangelios, y preguntándose desde hacía más de dos horas cómo iba a hacer para verla.
                    Ambos hicieron el  mismo gesto de sorpresa  que  ambos sabían fingido,  y recorrieron
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                         El amor en los tiempos del cólera
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