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En manos de locos
Guillermo Almeyra
Donald Trump, en abierta violación de las leyes internacionales y de todos los tratados firmados
por Estados Unidos desde la formación misma de la ONU, nombró dirigente de la CIA a una teórica,
practicante y organizadora de la tortura masiva como método de información. Al mismo tiempo,
echó como a un perro a su ministro de Relaciones Exteriores –un general, o sea un especialista en
guerras que sabe lo que éstas implican– y agravó mucho el peligro de una guerra nuclear, como
demuestra el documentado artículo del 15 de marzo de John Saxe Fernández en estas páginas.
Para completar el cuadro, mantiene la venta de armas, niega el calentamiento global y la
contaminación atmosférica, fomenta el fracking en la industria petrolera y, frente al peligro de
extinción de los elefantes, autorizó la importación de colmillos de marfil como trofeo de caza.
Además, mediante el proteccionismo para el acero y el aluminio y productos agrícolas, desestabiliza
la economía de sus gobiernos siervos, como el argentino o el brasileño, y la de sus aliados y
tributarios de la Unión Europea, provocando una guerra económica contra ésta y China.
Trump es impredecible, su gobierno es cada día diferente y ayer amenazaba a Corea del Norte
con una guerra nuclear que la devastaría y poco después propone reunirse con el déspota oriental
que gobierna ese país, para quizá cambiar de opinión en pocas horas. Con un energúmeno
semejante, la primera potencia militar mundial camina sobre el filo de la navaja y hay un serio riesgo
de un desastre nuclear que borre de la superficie del planeta las zonas más industrializadas y las
más viejas culturas y provoque una catástrofe ecológica que haga retroceder muchos siglos el nivel
de civilización.
Para desgracia general, el demente en la Casa Blanca no tiene contrapesos. En efecto, la Unión
Europea tiene gran importancia económica, pero políticamente es nula y se está disgregando desde
la crisis en Grecia, en Italia y en la península ibérica y, sobre todo, desde la deserción del Reino
Unido con el Brexit y la aparición de gobiernos nacionalistas xenófobos en los Balcanes y en Europa
Central.
Por su parte, la política exterior de Rusia también es impredecible. La URSS, bajo Stalin y sus
sucesores, tenía una política exterior muy cauta, que correspondía al carácter conservador y
contrarrevolucionario de los burócratas que enterraron al partido de Lenin. El pacto germano-
soviético, la supresión de la Tercera Internacional para no asustar, el no veto de Stalin a la guerra
de Corea, la llamada “coexistencia pacífica” con Estados Unidos, la desconfianza soviética frente a la
Revolución Cubana y a Fidel Castro y el reconocimiento diplomático por el Kremlin de esa
revolución un año y medio después del triunfo de los barbudos son algunas de las infinitas
demostraciones de que la URSS no se lanzaba a “aventuras” y aceptaba ser garante del sistema
mundial capitalista.
Vladimir Putin, ex miembro de la KGB, en cambio, mantiene el nacionalismo gran ruso de los
zares y de Stalin y se apoya en la Iglesia Ortodoxa, como los Romanov, pero es un oligarca capitalista
y no tiene que intentar envolverse en la sombra de una revolución hecha pedazos ni depende de un
partido “comunista” y de una relación con los trabajadores desorganizados y desmoralizados para
los que es sólo un “padrecito” más, como los zares. Consciente de que Rusia envejece y pierde
habitantes y de que sus armamentos en buena parte son obsoletos y su poderío económico se basa
en el petróleo y el gas y es frágil, da continuamente arriesgados golpes de mano aprovechando
coyunturas y sin tener la fuerza necesaria para consolidar sus logros momentáneos. De ahí su
carácter aventurero y sus peligrosos métodos gansteriles, como los que utiliza para eliminar ex
espías o adversarios en el extranjero.
18 de marzo de 2018
almeyraguillermo@gmail La Jornada.com