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COINCIDIR



                                                                                                        Es  cierto  que  el  tiempo  vuela,  sobre  todo  cuando  transcurre  en  la
                                                                                                      sala de emergencias de uno de los hospitales públicos más grandes del
                                                                                                      Ecuador. Entre el triaje, la toma de muestras y su transporte, las horas se
                                                                                                      sienten segundos y los rostros de los pacientes pasan frente a mí como un
                                                                                                      paisaje visto desde un tren que va a mil por hora. Sin embargo, en medio
                                                                                                      del caos, mi mirada coincide con unos ojos enormes, casi tan grandes
                                                                                                      como los míos, que me miran perplejos. Y de pronto un:
                                                                                                        “¿Me van a pinchar otra vez?” Está asustada.

                                                                                                        Su presencia en medio de ese campo de guerra se siente como un
                                                                                                      débil rayo de sol en medio del invierno.

                                                                                                        Me acerco a ella por pura inercia. La leve sonrisa que alcanza a es-
                                                                                                      bozar se borra automáticamente cuando le respondo que sí, que es nece-
                                                                                                      sario realizarle más exámenes. Tiene el mismo nombre que mi hermana,
                                                                                                      pero su figura frágil denota que ella aún es una niña.

                                                                                                        -“¿16 años?, ¡Imposible!” exclamo yo.
                                                                                                        De todas formas ¿Qué hace aquí? Debería estar en un hospital pe-
                                                                                                      diátrico” pienso

                                                                                                        Aquí el trato diario con adultos puede llegar a endurecer el corazón.
                                                                                                      El paso ligero de una doctora interrumpe mis pensamientos.

                                                                                                        -“No te preocupes mija, sólo te va a molestar un poquito” le dice.
                                                                                                        Nos pide que cerremos las cortinas, un lujo que en esa sala casi nadie
                                                                                                      se  puede  dar.  Mientras  esperamos  que  termine  el  procedimiento,  re-
                                                                                                      flexiono sobre la suerte de que sea ella quién atienda a la paciente, pues
                                                                                                      su delicadeza siempre me ha resultado peculiar en ese sitio. Siempre con
                                                                                                      su cintillo, en una sala donde predominan los médicos del género mas-
                                                                                                      culino, me gustaría decirle que la admiro. Pero solo atino a esperar en
                                                                                                      silencio. ¿Por qué a veces se siente raro decirle a una persona lo bueno
                                                                                                      que vemos en ella?
                                                                                                        Termina el procedimiento y reviso, veloz, la historia clínica de la pa-
                                                                                                      ciente: ¡Cáncer!
                                                                                                        Por un momento pienso en lo injusta que es, o puede llegar a ser, la
                                                                                                      vida. Parece la repetición de un mal sueño en el que me vi inmersa hace 9
                                                                                                      años atrás. Me pregunto: ¿Cuántos años tendría ella si no hubiese pasado
                                                                                                      todo aquello?
                                                                                                        Pero no hay tiempo para pausas, acaba de llegar otro paciente, aún no
                                                                                                      es ni medio día y ya estoy exhausta.


                                                                                                      Regreso al Indice                                      45
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