Page 237 - Historia de la civilización peruana contemplada en sus tres etapas clásicas de Tiahuanaco, Hattun Colla y el Cuzco, precedida de un ensayo de determinación de "la ley de translación" de las civilizaciones americanas
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     ver una traducción española de “manca” u olla (en que se hervían
     los potajes destinados a los festines que comportábala las jaujas
     andinas) fueron igual número de saciaderos provinciales.
         El saciadero de la Llacta madre del Imperio, fué desde lue-
     go, el más, concurrido  y  el más renombrado.
         Las tales jaujas incaicas llenaron, como hoy diríamos, los fi-
     nes de una bien entedida política.
         Para activar la fusión de los elementos raciales que interve-
     nían en la sociabilidad del imperio  y  formar de tal suerte una
     nacionalidad, fué menester que los individuos de los cuatro suyos
     acudiesen al Cuzco  y se viesen colocados en íntimo consorcio, por
     determinadas fechas del año incaico, en determinados centros de
     abundancia  y de placentero vivir  ;  esto es, en determinados países
     de Cuccaña, como dijeron los italianos,  y de Coccagne como dije-
     ron los franceses, al traducir según la fonética de sus respectivos
     idiomas, el nombre Jauja, convertido en Cauca, Caucaña  y Cucaña.
         La conducción de los tributos que los diferentes curacatos pa-
     garon al Inca  y  al sacerdocio, fueron la razón de ser de aquellas
     a modo de cita de las diferentes razas, castas  y  linajes del im-
     perio.
         La designación de los individuos encargados de conducirlos
     ha debido constituir una de las preocupaciones de las gentes de los
     aillos privilegiados comprendidos en las diferentes comunidades.
         El viaje a la ciudad imperial, la vista de las “pacarinas” ali-
     neadas en sus cuatro ceques, la de sus “canchas”  y adoratorios,
     la participación en las ágapes  y  regocijos de que fué asiento  el
     deleitoso valle de Saxayhuamán, han debido imprimir en quienes
     intervinieron en ello un timbre de distinción comparable, acaso, a
     la que ve reunida en su persona al musulmán que lleva a cabo el
     viaje ritual a la tumba del Profeta.
         Si este último merece, entre sus congéneres, el nombre de “el
     hadgi” (el santificado), aquél mereció, posiblemente, el de “runa-
     huanac”  : el experimentado  el que supo de los usos  y costumbres
     de la ciudad gentil por excelencia.
         “De tal manera—escribe Garcilaso—era la adoración que los
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