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Desde lo personal, agradecía dos cosas; la primera, vivir sola y lejos
de mi ciudad de origen, lo que me daba la tranquilidad de que, si me con-
tagiaba, mis seres queridos no estarían en riesgo, aunque claro, la preocu-
pación siempre era un sentimiento latente; y la segunda, haber conocido
a una persona maravillosa, mi ángel guardián, quien junto a su esposo y
amigos, se convirtieron en mi nueva familia.
Algunos guerreros y guerreras de esta lucha se contagiaron, y mien-
tras cumplían el aislamiento obligatorio, su ausencia era tan palpable
como angustiante; además, la idea de perder alguno, era dolorosa e im-
pensable. La buena noticia es que todos se recuperaron.
Con la llegada ya de pacientes con este nuevo virus y la continua
atención de los mismos, nos bautizaron como “La Guardia Covid” y a
mí como “La Doctora Covid” dado que, desde la primera vez que llegó
un paciente con probable diagnóstico, siempre coincidimos el mismo
equipo examinador, de traslado y acompañamiento, al referirlos a casas
de salud de mayor nivel de atención. El proceso se repitió en innumera-
bles ocasiones.
Una de esas veces, el paciente estaba listo para la referencia y cupo
confirmado, pero sin conductor para la ambulancia, pues todos se en-
contraban ocupados transportando otros casos. En la angustia, una licen-
ciada, con su especial acento manabita, me preguntó si yo sabía conducir.
“¡Sí mi Licen!” contesté un tanto curiosa y desconcertada. “¡Ya pues mi
Doc! Maneje Usted y llévelo”, sugirió con cierta picardía.
Me quedé en blanco, pues no quería dejar solo a mi compañero de
guardia ya que la demanda de pacientes era muy alta, analicé la situación
y me di cuenta que mi horario de trabajo había terminado y los colegas
del nuevo turno acababan de llegar, entonces el área de emergencia no
quedaría descubierta. “¡Listo se armó el viaje!” – respondí con toda la
adrenalina que sentía ese momento. “Por favor Licen, ayúdeme consi-
guiendo las llaves del vehículo mientras llamo a mi jefa a pedir auto-
rización” le dije. No se demoró en tenerlas mientras la autorización me
fue otorgada; en consecuencia, como una heroína de película, con voz
firme le indiqué: “¡Licen, tenemos luz verde! Subamos al paciente y nos
fuimos”.
Al viaje me acompañó una licenciada que, aunque bajita de estatura,
siempre causa revuelo con su inocente picardía. Emprendimos el camino
bien entrada la noche. Como no había viajado a casa desde hace ya varios
meses, me llamó la atención la cantidad de vallas colocadas en las carre-
teras, debido a las restricciones de circulación, las mismas que resaltaban
entre las luces apagadas y la desolación general, mi corazón se encogió.
“No había un alma” como dice el adagio popular; era evidente que la
pandemia nos había golpeado.
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