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una trinchera de guerra, antes de salir a la batalla, donde me convertí en
               un títere maleable a los demás. Empezaron con un traje que cubría todo
               mi cuerpo, una mascarilla con orificios adelante, dos elásticos que mar-
               caban como situación geográfica los límites entre mi cavidad orbitaria
               inferior y el maxilar superior; y la separación entre cabeza y cuerpo, ás-
               pero, incomodo. Guantes de látex, de una mayor talla a la de mi mano,
               se impregnaban con cinta adhesiva a mis muñecas y una bata quirúrgica
               tan descartable como mi opinión, en esos momentos. La sensación de in-
               comodidad y ardor en mi piel desapareció, al ingresar a la sala de terapia
               intensiva, con máquinas que no paraban de sonar, una luz blanca casi
               enceguecedora y la voz protocolaria del turno que sale luego de la batalla.
                  Cinco  médicos, cinco  enfermeras, un terapista  respiratorio, dos de
               limpieza, éramos el primer pelotón, contra más que un virus, pues todo
               había que multiplicar por veinte: camas, máquinas, protocolos diferentes,
               familias con un millón de preguntas, culpas, miedos y soluciones mez-
               cladas con desesperación. Entre una carta, un rezo y una crema colocada
               en la frente del paciente como súplica, en un último acto de fe, mi co-
               razón se llenaba de angustia y desesperación.

                  El virus avanza, siento sus primeros bombardeos ante la pérdida de
               sensibilidad en las manos, que dificulta tomar el pulso y la visibilidad
               no es la mejor con el protector facial salpicado de secreciones respirato-
               rias. De pronto, sin previo aviso, un segundo ataque, pues el paciente de
               la cama cinco empieza a sufrir un paro cardiorrespiratorio; su corazón
               quiere detenerse pero me abalanzo raudo sobre él para iniciar la reanima-
               ción, mientras recibo el aliento a parca. La lucha es ínfima, con ojos ner-
               viosos dirigidos al monitor, recuperando algo de tiempo en este campo
               de batalla.

                  Veo caer la nueva noche por la ventana, el estómago empieza a retor-
               cerse solo en espera del momento de engañar al hambre.
                  Nueva evaluación a pacientes, entre ellos, un adulto mayor, con mas-
               carilla de alto flujo, con una voz temblorosa, ojos llenos de tristeza y
               miedo, me pregunta si el saldrá de esa habitación en pie. “¡Claro que sí”
               me apresure a decirle. Recuerdo sus ojos de azabache profundos, tratando
               de mitigar más que la lucha del cuerpo, los fantasmas de sus recuerdos,
               intentando olvidar quién sabe qué. Revisé los pendientes de la cama ad-
               junta: paciente masculino, cuarenta años, familiar de referencia: esposa.
               De pronto, sin aviso alguno, sentí un disparo en el pecho acompañado
               de un impulso que me empujaba a huir: el pensamiento estaba con mis
               padres, mi familia, ellos tan lejos, indefensos como cualquier mortal. Era
               el primer día y vi a la muerte sonreírme cual coqueteo de ingenuos, de
               varias formas, escribiéndonos cartas románticas en delirio.



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