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Finalmente  fue el miedo lo que la llevó a no buscar ayuda en un
            hospital pese a que sus síntomas se tornaron graves, cuando le costaba
            respirar, pensando que no sería atendida debido a la gran afluencia de
            gente esperando atención médica. Resultado, un trágico fallecimiento,
            una madrugada, en medio de la desesperación e impotencia de quienes
            estuvieron a su lado en todo momento, y con la inmanejable duda sobre
            que pudieran correr el mismo destino.

               Un mes después de su muerte, conocí a Carlos (nombre protegido),
            quien fuera su esposo, solicitando atención hospitalaria para él y su hija,
            con el vivo dolor de la pérdida de su ser querido días atrás, sin poder
            llevar el duelo, y la aceptación de la realidad, ante la posibilidad de que
            ellos también podrían estar infectados y tener el mismo desenlace. Pero
            eso no fue todo, el resto de los familiares lo habían aislado en una apar-
            tada habitación en la terraza de la vivienda, lugar en el que no tendría
            contacto  alguno con los demás convivientes,  dado que, como corres-
            ponde, tuvo estrecho contacto todo el tiempo con su cónyuge.

               Al acudir al domicilio a valorarlo, y durante toda la atención médica,
            noté lo afectado que se encontraba emocionalmente, tanto por la pérdida
            como por el encierro que estaba viviendo, ya que ni a su hija le per-
            mitían verla para evitar peores complicaciones, dado que ella no había
            estado tan expuesta como él. Menos mal los síntomas que el hombre
            presentaba eran leves, con tos ocasional, lo que me sirvió para tranqui-
            lizarlo, mientras le decía que ellos dos se hagan la prueba que aclararía
            el escenario. Lo aceptó, pese a haberse realizado antes, sin conocer los
            resultados de aquella primera ocasión, y los resultados fueron positivo
            para él y negativo para la niña. Miedo y angustia desbordados, ante lo
            que pude explicar, en su momento, que no todos los infectados desarro-
            llan una enfermedad grave con fatalidad en su desenlace, mucho menos
            probable con síntomas leves como los que él tenía. Por supuesto, tendría
            que estar atento ante cualquier cambio, y me pidió que le haga constante
            seguimiento durante el tiempo que sea necesario.
               Menos mal, no pasó a mayores, pero esos veintiocho días para él se
            convirtieron  en una inagotable  fuente  de desesperación,  sin paz, pen-
            sando que lo peor podría suceder en cualquier momento; lo sé porque
            estuve en contacto directo con él, de manera constante, resolviendo sus
            inquietudes, las mismas que surgían a raíz de información imprecisa pro-
            veniente de varias fuentes externas. Cumplido el lapso, llegó el momento
            de la nueva prueba que arrojó resultado negativo. Volvió a nacer, al igual
            que el resto de sus cercanos, y por fin en ese momento empezó a experi-
            mentar el dolor de haber perdido a su compañera de vida, para continuar
            el camino.
               Cuesta creer que el miedo que despierta en las personas este nuevo
            virus, en ocasiones, es mucho más peligroso y dañino que la propia en-
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