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“Atendía mi restaurante, pequeño, en el que vendía comida costeña.
            Me iba muy bien hasta que este ‘bichito’ nos robó la felicidad. Modestia
            aparte, preparo unos ceviches deliciosos de lo que a Usted se le antoje:
            concha, camarón, pescado, mixtos. Cuando pueda visite mi local para
            que saboree mi sazón, aunque creo que una vez que me den el alta no
            volveré a trabajar por algún tiempo. ¿Cree que me den mañana el alta?”
               Contesté: “Es muy probable dada su buena evolución. Además, ma-
            ñana se cumpliría unos de los requisitos para que pueda egresar de esta
            casa de salud. Seguro en su casa se pondrán felices al recibirlo”.
               Sonrío y replicó: “Sí, no lo dudo. Una de mis hijas me cuidará, en una
            casa alejada de la ciudad para cumplir a cabalidad con todas las normas
            establecidas, aunque extrañaré cocinar”. Continuó: “Sabe, la vida del
            campo es tranquila. Viví muchos años en mi finca, cerquita al centro de
            la cuidad, hasta que me casé y construí una casa en el centro; de eso ya
            treinta años. Aún conservo mi casa de adobe, ya que las mismas que son
            abandonadas se destruyen, tal como los árboles frutales abandonados a
            los que se les acaba el gusto por vivir en esas condiciones”.  Quería pre-
            guntar algo más pero el hombre hablaba con tal sentimiento que lo dejé
            continuar con su relato:
               “A nadie le debería pasar esto. Me he dedicado casi toda la vida
            a la agricultura y los fines de semana regresaba a la finca a ver a mis
            animales, ya que eso días no me gustaba estar en el restaurante. Sábado
            y domingo eran sagrados para darme un respiro de la rutina, y eso que
            soy cocinero desde niño, al igual que mis hermanos. Mis padres nos en-
            señaron a defendernos en la cocina, más allá del machismo de la época,
            aún vigente, y ahí le agarré el gusto. Viví un tiempo en la Costa, lo que
            me permitió mejorar la sazón de todos mis platos”.
               De golpe, silencio y ojos llorosos. “Extraño a los nietos, ya que son el
            vivo recuerdo del camino recorrido de la vida, y por ellos van todos los
            esfuerzos. Imagínese, tengo quince, y dos más están por nacer. Cuando
            tenga nietos sabrá la alegría que se siente. A mi esposa también extraño
            mucho, gigante compañera de vida, cómplice de locuras y decisiones.
            La amo”.
               Luego de un profundo respiro, inicié conversación con Don Marco,
            con la misma pregunta, ante la cual me dijo: “Me he dedicado a la agri-
            cultura toda mi vida, tengo mis chacritas y me apena no poder cose-
            charlas junto con mi familia. Añoro estar en casa, compartir con ellos.
            Aunque no lo crea, a mi edad aún juego “ecuavoley”, con unos ‘malitos’
            igual que yo, porque ya no podemos hacer mucho esfuerzo”.  Hizo una
            pausa y la cara se le encendió a propósito de la práctica deportiva y sus
            anécdotas:



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