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plejidad decidimos el ingreso hospitalario. Habrá quienes no pasen de ese
punto y se conformen con haber ayudado de esa manera; tal vez es mejor
no involucrarse, pero “¿Qué clase de médico es aquel que no pone alma
y corazón en lo que hace?” “¿Qué tipo de médico puede ser quien no le
importe la psique de su paciente?”, preguntas que me despiertan dentro
de la pesadilla.
Es devastador ver cómo una hija deja a su padre en la camilla de un
triaje respiratorio, esperando una cama en hospitalización, o cómo un
esposo que después de haber convivido con su amada durante toda la
vida, pega sus fríos labios a la frente de ella, la toma de las manos y el
corazón; entonces recorre un pequeño río por las mejillas de quien en-
ferma de este mal está, un río en el que se sumerge, sin saber si algún día
saldrá nadando o quizá éste lo lleve a una gran corriente que la abrace a
sus profundidades para siempre y no volverá a ver el rosal que con los
años sembró. Así, existen miles de historias de incertidumbre. La gente
nos entrega a sus familiares con la misión de curarlos de algo que aún no
tiene solución, donde la única alternativa es ayudar a restablecer su salud,
con las tradicionales herramientas, a la espera de que así sea y no siempre
sale bien a pesar del esfuerzo realizado o de las largas horas de estudio
de este fenómeno.
Llega un momento del turno en el que aquel paciente que ingresó,
que en su momento le dimos la mano o cruzamos alguna palabra, ya no
satura adecuadamente, los riñones le fallan, el corazón reduce su latido,
la mirada se agota lento, dentro de este laberinto sin solución, que tiene
a las Unidades de Cuidados Intensivos del país con más gente de la ca-
pacidad instalada operativa. Entonces el frío recorre el cuerpo porque
corresponde notificar a aquel familiar que dejó su contacto en la historia
clínica, confiando en que cuando suene el teléfono recibirá buenas no-
ticias, y no será así. Del otro lado, la voz se quiebra al decir que estará
pronto en camino para los trámites correspondientes, sea para autorizar
medidas invasivas de reanimación, si es que corresponde, o dejarlo así
hasta el final. En cualquiera de los casos, la decisión es respetada.
Ocurre también que, conscientes de la situación, los familiares nos
piden ser portadores de mensajes de amor y de despedida: “Por favor
doctora, dígale a mi papi que ya no luche más, que descanse tranquilo
y que se vaya sabiendo lo mucho que lo amamos; y que cuando esté a
lado de Él, le diga que nos cuide y bendiga”. Es inevitable sentir el dolor
ajeno como propio, con las lágrimas que brotan automáticamente, el co-
razón se acelera y en la memoria se fija aquel último aliento, mientras
aquella mano que apretaba la mía, ya no lo hace más.
No sólo somos “héroes sin capa”, no sólo somos guerreros al pie de
combate, somos personas que sienten dolor y angustia; somos hijo/as,
padres, nieto/as, amigo/as que no quieren perder la batalla, vivimos el su-
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