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ción un señor a quien llamaré Juan, quien me dice: ¨Doctora mi madre
            está mal y no sé qué hacer, mi familia es pobre y no podemos pagar un
            médico privado, ayúdeme¨, le dije que traiga a su madre inmediatamente.
               A los treinta minutos de trascurrido esto, llego junto a su hermano y
            su madre a quien llamaré Doña Lupita. Aclaro que en donde brindaba
            la atención apenas había dos sillas, una mesa, un monitor de signos vi-
            tales, medicación por vía oral. Era un día frío, lluvioso, cuya temperatura
            llegaba a los dos grados centígrados. Ella llegó en silla de ruedas, y la
            abrigué con una cobija que tenía a mi alcance, estaba muy mal. Mientras
            realizaba el monitoreo me dijo: ¨Doctorcita, me duele todo ayúdeme, yo
            quiero vivir”. Mi corazón en ese momento se paralizó y solo pensaba en
            que haría todo lo humanamente posible para salvarla.
               Si bien tuve miedo, actué de inmediato: le coloqué oxígeno por cánula
            nasal, con una pequeña máquina que tenía conectada a una pared; ac-
            ceso intravenoso para hidratarla, medicación, pero nada de esto ayudaba,
            nada. No había un espacio libre donde se escuchara la entrada de aire,
            tenía que llevarla al hospital más cercano.
               Activé el sistema de la red pública de salud, para que nos reciban y
            solicité una ambulancia para el traslado, ya que necesitaba un tanque de
            oxígeno. Había transcurrido una hora desde que llegó ante mí y el tiempo
            pasaba a toda velocidad. En la espera la manteníamos lo mejor que po-
            díamos con sus hijos, abrigada e hidratada, con la máquina de oxígeno a
            todo lo que daba, mientras Juan se llenaba de preguntas a las que yo no
            tenía respuesta.

               Dos horas de espera y nada. Estábamos a cuarenta minutos del hos-
            pital, en toque de queda, no había vehículos para movilizarnos y tampoco
            podíamos irnos de allí si no era en ambulancia, ya que el oxígeno que
            mantenía con vida a Doña Lupita no era portátil; y lo más terrible y des-
            esperante, es que, ningún hospital nos aceptaba la referencia.
               Comuniqué a sus hijos que debíamos continuar con la espera, mien-
            tras ellos veían como a su madre se le iba la vida. Sentí su dolor e ira
            dado el colapso del sistema de salud nacional. No había espacio en los
            hospitales, tampoco camas libres ni respiradores; y, en retrospectiva, los
            únicos culpables de todo esto éramos nosotros, quienes, con cada acción
            irresponsable, al no cumplir con las medidas establecidas, contribuíamos
            a que esta pandemia aumente.
               Tres de la tarde y la esperanza se encendió. El sonido de la sirena se
            escuchaba a los lejos, mientras los familiares de Doña Lupita llegaban a
            despedirse, entre llantos, quejas y remordimientos.





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